Tener coche suele asociarse con algo positivo. Se piensa comúnmente que cuando uno lo tiene es más libre que cuando no. Su presencia en un sitio es circunstancial, provisional, siempre estrictamente voluntaria; pende del hilo del deseo. Está allí porque quiere; si no quisiera, habría cogido su coche y se habría marchado. Él puede decidir de pronto, sin necesidad de que medie plan alguno, improvisando como los genios improvisan, pasar el fin de semana a doscientos kilómetros de su ciudad o abandonar una fiesta cuando el ambiente empieza decaer sin que eso suponga un quebranto para su economía. Quien tiene coche puede escapar a la tiranía de la planificación y habitar esta época sin vivirla, ajeno al triunfo del calvinismo cultural.
De todos modos, basta con que uno tenga coche efectivamente para que esta imagen romántica se empañe, para que las desventajas, muchas y dolorosas, enfanguen las ventajas, humildes a pesar de todo. Para su propietario el coche, el dichoso coche, no es tanto un don como una carga, no tanto una fuente de oportunidades como un criadero de problemas y de gastos. Quienes lo tenemos lo asociamos mentalmente con el agente de seguros, con las visitas al taller, con los impuestos de circulación, con los parquímetros, con las gasolineras, con ese sinfín de peajes que hemos de pagar para gozar de la libertad concreta, concretísima como la libertad de cervecear que Ayuso aseguró en tiempos más ominosos, que nos brinda el coche.
Hace unos días yo hube de pagar uno de los incontables peajes. Mi Golf gris pedía como un niño famélico esa revisión periódica que, según parece, todo coche necesita para funcionar debidamente y yo, generoso y al tiempo interesado, consideré su petición. Solicité cita en un taller, me la concedieron y, cuando llegó el día, conduje hasta allí. Ya en el taller, tras haber aparcado el coche en el lugar habilitado para hacerlo, percibí una ausencia: no había tal cosa como una recepción ni nadie que hiciera las veces de recepcionista; sólo dos hileras de mesas tras las que trabajaban hombres uniformados con polos blancos y pantalones grises. Algo confuso, me acerqué a uno de ellos y le pregunté a quién debía dirigirme yo para que a mi coche le hicieran lo suyo. Él suspiró como de hastío y me respondió displicente, con esa displicencia de quien es forzado por las circunstancias a explicar algo obvio, que debía anunciar mi llegada a través de la pantalla que estaba junto a la puerta y aguardar en la sala de espera a que uno de los asesores comerciales me interpelara. A mí aquello no me parecía nada evidente, creía que el tipo podría habérmelo explicado con más gentileza, pero, temiéndome que la pantalla fuese también el cauce previsto para elevar una protesta formal, callé y anduve pastueñamente hacia el lugar indicado.
La sala de espera también estaba presidida por una pantalla; a su alrededor, orientados hacia ella, había tres sofás impolutamente blancos, idóneos para ocupar un espacio impersonal como aquél. Yo desearía haber aprovechado el momento para seguir leyendo lo nuevo de Houellebecq, pero las otras dos personas que había allí atrajeron mi atención. Ella era asiática y él español, ambos tecleaban el móvil como si en torno a ellos no hubiese nada digno de contemplarse ―tragedia que en este caso no distaba demasiado de ser verdadera―, y también ambos llevaban mascarilla. Esto último no me extrañó en la chica; la mascarilla es ya una capa más de la piel de los asiáticos, algo que, por común y casi natural, no sorprende a nadie. Sí me extrañó en el hombre, que, además de español, era lozano. Tal vez padeciera alguna enfermedad crónica que hiciese de su temor al coronavirus un sentimiento racional y juicioso, quizá sólo quisiese ser educado con su compañera de sofá, acaso deseara conducirse conforme al arquetipo de ciudadano responsable. Chi lo sa.
Mundo a medida de los robots
Una voz interrumpió mi ensimismamiento; recitaba algo que parecía el número de una matrícula. Transcurridos algunos segundos, reparé en que la matrícula recitada era la de mi coche, en que la voz pertenecía a un asesor comercial y en que aquélla era su manera de interpelarme. Me levanté, seguí sus pasos hasta la mesa en la que trabajaba y me volví a sentar. Él no me preguntó mi nombre hasta el preciso instante en que el procedimiento estipulado se lo exigió y yo no dejé de preguntarme para mis adentros que por qué. No se trataba de descortesía, qué va; sus modales eran inimputables y a él podía considerársele incluso afable. De hecho, yo habría agradecido que me increpara, que me ofendiera, ¡que me gritara!, porque eso habría humanizado de algún modo nuestra relación. Pero no. Nada de eso; nuestro encuentro discurrió siempre en la más estricta impersonalidad, en esa atonía que hay en lo mecánico. Hechos todos los trámites, entregadas las llaves de mi coche, me pidió un taxi de regreso a casa.
Lamenté entre dientes que los robots no sean aún la especie dominante porque, al fin y al cabo, nos ha quedado un mundo a su medida
Nada más subirme al taxi su conductor me preguntó si era yo quien había solicitado el servicio 73364031. Tras revisar el tique que me había dado el asesor comercial, le contesté extrañado que sí, que ése era yo. Me perturbaba pensar que lo que me definía ante aquel taxista era haber pedido el servicio 73364031; pensar que haber nacido de Natalia y de Julio, fundado una editorial, conquistado a M., escrito un puñado de artículos fuesen sólo insignificancias que palidecían ante el supremo acto de haber solicitado un servicio de transporte. Yo ya no era Julio Llorente, sino el demandante del servicio 73364031. Incómodo, traté de propiciar una conversación que me humanizase de nuevo, pero el conductor, acaso germánicamente concentrado en el cumplimiento del deber, respondía a mis preguntas con monosílabos y a mi interés con indiferencia. Pronto desistí y me entregué a la tarea de rumiar este artículo que escribo ahora y que pronto, en un futuro que ya es presente, leerán ustedes.
Fuera del taxi, por fin en la calle, encendí un cigarrillo, observé que la brisa deshace las volutas de humo como la vida nuestras ilusiones, suave pero inmisericordemente, y lamenté entre dientes que los robots no sean aún la especie dominante porque, al fin y al cabo, nos ha quedado un mundo a su medida.
FBlanco
Eso no pasa en la ciudad pequeña ni en el taller de barrio, al que con gusto he vuelto huyendo de las recepciones, café influido, pero atención como se describe. Que bonito es el barrio.