Tuve suerte aquel día. El huidizo sol gallego coronó la meta del camino más profundo que he transitado jamás. Cuando llegas no hay vuelta atrás. No hay retorno posible. Nadie recorre centenares de kilómetros y sienta su vida en un diván para volver como si nada. El párroco que oficia la misa del peregrino -una de las cuatro diarias- se encargó de fijar esa idea en mi mente antes de que el botafumeiro empezara a exhalar su incienso. Recuerdo su voz grave citando la biblia: "Nadie echa vino nuevo en odres viejos". (S. Lucas 5:37-39). La catedral estaba a rebosar.
El número de peregrinos que transitan alguna ruta de esta milenaria senda no ha hecho más que crecer en la última década: de alrededor de 270.000 en 2010 a casi 350.000 en 2019, según la Oficina del Peregrino. Y vienen de todas partes del mundo. Aunque hay dos grandes exportadores de peregrinos: Estados Unidos y Corea del Sur. Se puede decir que existe devoción universal por el Camino de Santiago. En mi caso, reconozco que he pasado precisamente esos mismos diez años coqueteando con la idea de hacerlo. Siempre me atrajo su espiritualidad tanto como me seduce la idea de conocer y compartir experiencias con perfectos desconocidos.
- ¿Tío, hacemos el Camino?
- Va, venga.
Así empezó todo, con cuatro palabras a dos mejores amigos. Cuando atravesé, junto a ellos, el arco de Xelmírez, al son de una gaita que no cesa, los rayos me acariciaron como lo hacía mi abuela. La tuve muy presente en ese momento. Es curioso como la mente te lleva a las personas que ya no están en los momentos más oportunos. Mis ojos húmedos se clavaron en la fachada de la catedral de Santiago de Compostela. Es imponente. Y en ese instante se me pintó una sonrisa. Minutos antes lancé una mirada cómplice al gaitero desconocido. Pasé un rato recreando la llegada en mi cabeza, adornándola con todo tipo de artificios.
Atrás quedaban muchas horas de zapatilla; miles de pensamientos; kilos de carcajadas; momentos de celebración y también de mal humor… de humanidad, en definitiva, porque de eso va todo esto: de personas que, lo busquen o no, se terminan encontrando ante un espejo que solo pretende dar sentido a lo que no lo tiene.
Estoy seguro de que pocos de cuantos me encontré durante cinco días habrán cambiado su vida radicalmente. Tampoco me sorprendería si alguien lo hubiera hecho. Pero sí me gusta pensar que se han dado a sí mismos una oportunidad o que han encontrado otro punto de vista. El Camino no te quita tus problemas, pero te da el tiempo exacto para que los veas desde otra perspectiva.
Creo que a Roberto, un veinteañero alicantino que emprendió la marcha con un amigo, le seguirá costando relacionarse con los demás, como él mismo reconocía con una apabullante inocencia. Pero también creo que habrá aprendido lo suficiente del comportamiento humano como para no sentirse solo aún estando acompañado, uno de sus mayores miedos. Si se echó la mochila a la espalda y se puso a andar fue porque sus padres le aconsejaron que hiciera el Camino para hacer mundo y atreverse a socializar con extraños.
No sé si el joven coreano de 27 años con la piel más bronceada que he conocido nunca, que decidió renunciar en su empresa en Seúl; volar hasta la otra punta de la Tierra para peregrinar en solitario a Santiago, y bromear con que era norcoreano ha encontrado trabajo ya. Pero sí sé que ha madurado lo suficiente como para buscar una vida sin ataduras. Hay quien vive amarrado a su infelicidad por tal de no perderla. Por puro miedo.
De la misma manera que espero que el amable dueño del caserío que se dedica a conectar a personas con su deliciosa comida y su cálida hospitalidad continúe su labor. Fue impactante encontrar a alguien como él, que se enamoró del Camino y decidió trasladar su vida desde Extremadura para vivir junto al peregrino y ayudarle. Del mismo modo que espero que su perro Pepo siga metiendo el hocico en mochilas ajenas.
En cuanto a mi, pese a que sigo sin haber dado sentido a mis tribulaciones, sí hay una cosa que tengo clara: la mejor medicina para el alma es la naturaleza. Por eso, hay que huir de la ciudad cuando se pueda. Y empezar a andar sin metas, sin tiempo. Le recomiendo que lo haga solo o con amigos. Pero ande. En silencio o con música. Hágalo rápido o lento. Ande, que sabrá exactamente dónde ir.