El Atlético recuperó la vieja costumbre de complicarse la vida. Parecía enterrado ese vicio patológico, pero volvió a las andadas en el preciso instante que su gente iba a levantar los brazos, a las puertas del título, en el escalón que todos daban por definitivo. Hasta Ancelotti, que se precipitó un día en dar la Liga por perdida y convertirla en banco de calentamiento para Casillas (a ver ahora cómo le explica a Diego López que con el título en juego pierde el puesto para que su compañero no pierda la forma). Lo tenía todo a favor el Atlético para entonar el alirón virtual, pero escogió sufrir un poco más, como en los viejos tiempos.
No fue el Atlético del partido a partido el que pisó Levante. Se notó al primer contratiempo, ese gol en propia meta de Filipe que no se pueda atribuir a la mala suerte sino a la irresponsabilidad (un balón no puede sorprender dormido a un profesional y menos con tanto en juego). También después, cuando el linier levantó mal el banderín en dos balones profundos que situaban a Diego Costa solo frente a Keylor Navas. El Atlético reaccionó fatal a las malas noticias: se angustió, se enredó en discusiones y marrullerías, en protestas al colegiado, en broncas a las que le tentaban sus rivales (Diego Costa y Sissoko debieron ser expulsados). Se olvidó del fútbol, de la concentración extrema, y perdió los nervios y se quemó con el balón. Tuvo la cabeza en el título que se alejaba y no en el partido. Cambió su religión innegociable y le vino el vértigo.
Si el Levante estaba primado, no influyó tanto como los errores propios. El Atlético se entregó sin necesidad de que el rival le amenazara. El primer tiempo rojiblanco fue de sufrimiento e incapacidad, de tortura psicológica. En el segundo mejoró, sobre todo porque Simeone fue rescatando del banquillo a sus mejores futbolistas, pero no le alcanzó para la hombrada. Tampoco es que arriesgara una pizca. Sobraban defensas por todos lados, precauciones, pero el técnico argentino sólo se animó a cambiar pieza por pieza. Los nervios no se fueron y el Levante se defendió con todo y silbando. Y en una contra sentenció.
Hasta el público atlético, que acudió en masa a Valencia, fue el de otras épocas peores. Lejos de animar como últimamente, poner gritos de aliento en los momentos de máxima dificultad sin atender al marcador, ofreció caras de dolor y llanto, de temerse lo peor. O al menos esos planos fueron los que se quedaron grabados para la televisión. Rostros de derrota y desolación, de ese Pupas que parecía olvidado.
Quedan dos partidos (al Madrid más, por aquello de los aplazamientos sin sentido) y al Atlético se le ha ido al garete todo su colchón. Ya no puede pinchar más. Debe ganar en casa al Málaga y también al Barça en el Camp Nou. Pero sigue al frente y dependiendo de sí mismo. Eso es lo que debe recordar. Volver al pensamiento positivo y prohibirse ponerse en lo peor. Que esos tiempos ya pasaron. Simeone tiene trabajo psicológico por delante. Pero ésa es su especialidad.