Advierte Del Bosque a esa generación de chavales españoles que sólo ha visto ganar a la selección, que un día tocará perder. Porque en el fútbol, como en todo, el éxito no es permanente. Y por eso conviene no despegar demasiado los pies del suelo y estar preparado para las malas noticias, que de repente vienen. Y cuando menos te lo esperas. Una de esas frases sencillas del seleccionador, casi obvias, que se convierten en sabias lecciones de vida. Unas horas después de su discurso, Jesé, la joya de la cantera del Real Madrid, el futbolista que se da cuatro años para ganar el Balón de Oro, comprobó en su rodilla que la sentencia del profesor vale para todo.
Al jugador del futuro, el habilidoso delantero con unas ganas incontrolables por comerse el mundo, el pelotero que llevaba unas cuantas horas aporreando la puerta del Real Madrid, hasta echarla abajo, que si no tenía aún un sitio asegurado es por lo que ustedes ya saben, de pronto le tocó perder: rotura completa de ligamento cruzado anterior de la rodilla derecha. Un lance aparentemente sin importancia ni riesgo y de repente seis meses de baja, la carrera frenada en seco, toda esa efervescencia desbordante de jugador grande ingresada y esposada súbitamente en el hospital.
Ya nadie discutirá durante medio año si el chico tiene o no que jugar siempre de titular. La preocupación de todos se concentrará simplemente en que el chico se recupere. Y Jesé, que tenía tanta prisa por triunfar y consolidarse, un apremio por otra parte fundado, tendrá que armarse justamente ahora de paciencia. Las paradojas del fútbol. Y de la vida. Porque hasta los que nacieron para ganar, alguna vez pierden. El tiempo, que consumía a Jesé y a los jeseístas (me incluyo), que parecía que se iba a acabar, que se perdía, ahora adquiere repentinamente un valor relativo. La rodilla no deja mirar el reloj. La recuperación antepone obligatoriamente el bien al rápido. Pero que Jesé esté tranquilo. Tarde lo que tarde, el fútbol le va a esperar.