Anda el personal debatiendo desde hace tiempo sobre el precio de Bale, el último serial de sobremesa de la política de fichajes del Real Madrid. Lo hacía mucho antes de que Tata Martino se incorporara a la discusión en términos demagógicos y cínicos de moralidad y lo seguirá haciendo mucho después de que el futbolista pise de una vez las alfombras que en su honor se están desplegando en el Bernabéu. Un combate dialéctico más bien vacío porque el dinero que se gasta en el fútbol nunca es de nadie y no genera consecuencias en quien despilfarra. Y porque además en este caso el pagador efectivamente se lo puede permitir (otra cosa sería entrar en por qué se lo puede permitir; qué privilegios, agravios o injusticias le conceden la capacidad para abordar operaciones inalcanzables para sus compañeros de competición) y hasta es capaz de volverlo rentable.
Pero nadie repara ya en las formas, en el proceder habitual del Real Madrid cuando se lanza a por este tipo de piezas. Se calza el esmoquin, luce media sonrisa y extiende la chequera. Y por si el dinero no resultara persuasivo, actúa paralelamente por la espalda: anima al interesado a enfrentarse con sus jefes y amotinarse, le invita a declararse en rebeldía o en huelga de hambre. Y así, cuando la reconciliación entre el club de origen y el jugador tentado ya es irreversible, el club blanco se asoma a escena con la solución: ‘Mire cómo está el chico, si necesita ayuda lo hablamos’.
Todos los futbolistas del planeta, incluso los que aún van a cambiar de aires en este cierre de mercado, están entrenándose con sus respectivos equipos, trabajando, jugando. Así estuvieron también hasta el último día aquellos jugadores que ya han sido traspasados. Todos, menos Bale, que un día se negó a jugar, otro se declaró lesionado y ahora anda refrescándose en las aguas de Marbella mientras sus últimos compañeros le están pegando duro al balón. Algo de eso pasó con Modric el año pasado y con tantos otros antes. No es un recurso, es una seña de identidad. Lo llaman negocio, pero tiene un aire a la extorsión.
Y, sin embargo, nadie se lleva ya las manos a la cabeza ni lo ve como una falta de respeto al mundo en general. La fórmula se acepta y hasta se aplaude. No es más que la presión que recibe el vecino que se niega a entregar su casa para que el rico pueda levantar un rascacielos o la suerte que corría en el oeste el granjero que se negaba a ceder sus tierras al paso del ganado o del ferrocarril. En el fondo es lo mismo. Con la diferencia de que John Wayne (y los espectadores) nunca se puso del lado del malo.