“No me cabe ninguna duda de que durante aquellos dos días de agosto (de 1939), Inglaterra tuvo la posibilidad de evitar la crisis, y con ella el peligro de una guerra, haciendo una llamada a Varsovia. Y el hecho de que el Gobierno británico no lo hiciera demuestra de una manera evidente que Inglaterra estaba decidida a ir a la guerra”. El párrafo pertenece a las memorias de Joachim von Ribbentrop, ministro de Asuntos Exteriores del III Reich, redactadas poco antes de ser ajusticiado como criminal de guerra en cumplimiento de la sentencia dictada por el tribunal de Núremberg. “Ellos –un fantasmal grupo de conjurados alemanes que estarían intentando derrocar a Hitler- sabotearon todos nuestros esfuerzos, especialmente los que hicimos durante aquellos dos días de agosto para llegar a una solución pacífica del conflicto, y ellos fueron seguramente quienes acabaron de decidir la voluntad militar de Inglaterra”.
Lo terrible del pasaje transcrito es que para un hombre que estaba a punto de morir en la horca, la culpa de la invasión de Polonia y del inicio de un conflicto que se llevó por delante decenas de millones de vidas y causó estragos sin cuento, no fue de la Alemania nazi, no de la paranoia asesina de Adolf Hitler, sino de la Gran Bretaña, y ello porque, para el ministro de Asuntos Exteriores nazi, Londres se negó a pedir al Gobierno de Varsovia que se pusiera de rodillas ante el dictador. Londres no solo no hizo eso, sino que honró los pactos suscritos con Polonia declarando la guerra a Alemania en cuanto, al amanecer del 1 de septiembre de ese 1939, el invasor holló suelo polaco. La estrategia del victimismo y la tergiversación de la realidad ya le había funcionado a Hitler con ocasión de la crisis de los Sudetes, que supuso el principio del fin de Checoslovaquia. El miedo a la guerra llevó entonces al primer ministro Neville Chamberlain a aceptar en Múnich una solución que no hizo otra cosa que dar alas al monstruo. “Por evitar la guerra habéis aceptado el deshonor; tendréis guerra y deshonor”, en célebre frase de Winston Churchill.
Las memorias, aunque mejor cabría decir la desmemoria, de Von Ribbentrop es un ejemplo sublime a la par que siniestro de cómo la perversión del lenguaje puede servir para distorsionar la realidad hasta el punto de convertir al agredido en agresor. “Había pasado mucho tiempo desde 1911, y otro mortal peligro volvía a amenazarnos partiendo de la misma nación. De nuevo desenvainábamos la espada para defender a un Estado débil contra una agresión no provocada. Otra vez peleábamos por el honor y la vida contra el poder y la furia de la disciplinada e implacable raza germánica. ¡Otra vez!”. El párrafo pertenece a las “Memorias” de Churchill, en los primeros dramáticos meses de la segunda guerra mundial, cuando “la vieja Inglaterra, pacífica y mal preparada, pero indómita y presta a la llamada del honor”, le encargó hacer frente al mortal peligro que se avecinaba.
Ellos son el todo. Ellos son Cataluña. Quien no es nacionalista es por tanto anti catalán
Casi 75 años después de aquella tragedia, también ahora estamos viviendo, mutatis mutandis, uno de esos episodios en los que la manipulación, la tergiversación del lenguaje al servicio de una ideología ha alcanzado ese grado de perversión moral capaz de volver la realidad del revés como un calcetín para, arrollada la razón por la fuerza del sentimiento, hacer pasar al agredido por agresor, al ofendido por ofensor. Alguien dijo que todo abuso de lenguaje es un abuso de poder, y que el que es capaz de engañarte con juegos de palabras, es capaz de robarte la cartera y hasta la vida. El nacionalismo catalán ha ganado la batalla del lenguaje ante la desidia del Gobierno central y de las elites de la centralidad. Como antes hiciera el nacionalismo vasco, la táctica ha consistido en tomar la parte por el todo. Ellos son el todo. Ellos son Cataluña. El mensaje subliminal es sencillo: quien no es nacionalista es anti catalán, aunque también cabe la posibilidad de que sencillamente sea un traidor.
“Recuerdo con especial agrado a un compañero de clase en el instituto Fichte, distrito de Berlín-Wilmersdorf”, cuenta Marcel Reich-Ranicki en “Mi Vida” (Galaxia Gutenberg). “Era amable y, a pesar de simpatizar con las Juventudes Hitlerianas, se comportaba correctamente con los judíos. Cuando lo volví a ver después de la guerra, me contó que en 1940, cerca de la estación de Stettin, había visto a nuestro compañero T. en medio de una gran fila de judíos conducidos y vigilados por la policía. Tenía un aspecto deplorable: `pensé que a T. le resultaría muy penoso que le viera en un estado tan lamentable. Me sentí incómodo y miré rápidamente para otro lado´”. También ahora en Cataluña millones de personas miran para otro lado, guardan silencio –empezando por los grandes empresarios-, se esconden. Parecen aturdidos por el ruido, the sound and the fury, el fragor de la implacable campaña de tergiversación de la Historia, con los medios de comunicación –TV3 a la cabeza- alineados en primera posición de saludo, firmes como todo subvencionado. La mayoría silenciosa parece perdida, perpleja al comprobar que el Estado ha abdicado de su obligación de proteger en su propio país a quien no piensa en nacionalista, de hacer cumplir la ley en todo el territorio. Solo ayer, y muy tímidamente, esa mayoría silenciosa se atrevió a asomar la cabeza en Barcelona.
Consolidar las conquistas antes de que España despierte
La batalla se perdió hace tiempo. Y desde entonces la marea no ha dejado de crecer imparable, implacable. No hay foro donde las disciplinadas huestes del secesionismo no desgranen el memorial de ofensas infligidas a Cataluña por el centralismo español. Madrid ens roba. El viernes supimos que Artur Mas ha puesto a trabajar a su Gobierno en la preparación de un “dossier de agravios” del Gobierno central para con Cataluña. En una carrera contrarreloj, las distintas consejerías recopilan estos días las vicisitudes de sus respectivas áreas para incorporarlas al redactado final, con el fin de utilizarlo como arma para convencer a los indecisos del “maltrato” que sufre Cataluña. Será una especie de catecismo, de libro sagrado del que el nacionalismo deberá tirar en los próximos meses para justificar el camino hacia la independencia.
Uncido al yugo de ERC, Mas está obligado a poner fecha a la celebración del referéndum y concretar la pregunta del mismo antes de fin de año. Pero su socio Junqueras, sabedor de que el de CiU pueda flaquear o incluso dar marcha atrás en el último minuto, tiene previsto volver a sacar a sus fieles a la calle en una especie de Diada 2, según decía aquí el viernes Federico Castaño, para mantener viva la llama de la movilización ciudadana y obligar al President a cumplir sus compromisos. Para los líderes de la “revolución” nacionalista el tiempo es oro. Hay que consolidar las conquistas y hacer imposible la vuelta atrás antes de que una eventual vuelta al crecimiento económico, una recuperación de las constantes vitales de esa gran nación enferma que es hoy España, triste y desencantada hasta parecer muerta, mande al traste las ensoñaciones de esa minoría radicalizada que, tras años de adoctrinamiento contra el opresor, de manipulación del lenguaje, y de dejación dolosa por parte de los sucesivos Gobiernos centrales, ha logrado conducir por la senda de Hamelin de la ficción de Estado propio a buena parte del electorado catalán. Es ahora o nunca.
Es el drama de una región siempre rica e industriosa que ahora cabalga con el brazo atado
Y lo es con desprecio de las necesidades reales de la gente, de las preocupaciones diarias de millones de ciudadanos que, sin ser nacionalistas, asisten estupefactos a una deriva que nadie parece capaz de parar con la fuerza de la sensatez. Como resultado de la ensoñación identitaria, Cataluña ha perdido buena parte de su liderazgo económico en los últimos ocho años, desde el PIB a la inversión pasando por el consumo o el empleo. Un informe de Convivencia Cívica de Cataluña, desgranado aquí el jueves por Antonio Maqueda, detalla 10 indicadores que revelan cómo la economía catalana ha empeorado en comparación con el resto de España, en gran medida a cuenta de la incertidumbre introducida por el deterioro del marco institucional y regulatorio impuesto por el nacionalismo. Entre 2005 y 2012, el PIB per cápita de Cataluña engordó un 12%, pasando de los 23.277 a los 26.134 euros. En cambio, tanto la media española (pasó de los 19.266 a los 22.289 euros), como la de Madrid (saltó de los 25.202 a los 28.998 euros), avanzaron en un 15%. Y no hay balanzas fiscales que valga, como han demostrado numerosos autores, alguno tan brillante como Antoni Zabalza (“Francamente, a la vista de estos números, es difícil ver dónde está el expolio fiscal del que tanto se habla”).
Conviene no olvidar que crisis económica y nacionalismo rampante fueron las palancas que hicieron triunfar a los totalitarismos que en el pasado siglo provocaron muerte y desolación por doquier. Hace ya tiempo que, con motivo de la elaboración del nuevo Estatuto catalán tan absurdamente apoyado por esa desgracia nacional apellidada Rodríguez Zapatero, escribí que lo que Cataluña necesitaba no era más autonomía sino más libertad. El aserto vuelve a ser una realidad deslumbrante años después, hasta haberse convertido en una evidencia que solo las anteojeras del mesianismo independentista es incapaz de ver. El de Cataluña y de España es un problema de calidad democrática. Es el drama de una región siempre rica e industriosa que ahora cabalga con el brazo atado a la espalda de una minoría, una elite extractiva –una de las más corruptas de España, que reclama independencia pero pone a buen recaudo su dinero en Suiza- empeñada en implantar un marco institucional y regulatorio enemigo de la actividad privada y de la libertad.
Una Cataluña abierta en una España igualmente abierta
Este es el único gran reto que merecería la pena abordar a aquellos ciudadanos cultos de Cataluña y España preocupados por la pobre calidad de nuestra democracia y el futuro de las nuevas generaciones: la necesidad, más bien la obligación moral, de trabajar por una Cataluña abierta en una España igualmente abierta, vale decir radicalmente democrática, lo que equivale a decir empeñada en la separación efectiva de poderes, reñida con la corrupción institucionalizada, con el clientelismo y con la violencia; una sociedad que garantice la igualdad de oportunidades pero reconozca el valor del esfuerzo y el talento individual; una sociedad de hombres libres capaces de asumir sus responsabilidades y de trabajar y prosperar sin la interferencia de un Estado mastodóntico; una sociedad tolerante, que viva y deje vivir… Este es el único ideario que debería movilizar a los demócratas catalanes y españoles, y concitarlos para acabar con el aventurerismo de esas elites corruptas que en el fondo solo pretenden seguir haciendo de su capa un sayo sin que un juez descontrolado en Madrid o en Mataró pueda meterlos un buen día en la cárcel.
Nadie en su sano juicio puede mantener que Cataluña es un sujeto de derechos similar a La Rioja
Llegados a este punto es obligado reconocer que Barcelona y Madrid están condenadas a entenderse, que Cataluña debe encontrar justo acomodo en el cauce de una España mejor, más democrática, menos áspera, en el marco de esa regeneración que tantos millones reclaman hoy a gritos. En el fondo, el “problema catalán” (o al menos su virulencia actual) no es sino una manifestación más de la gran crisis española, crisis de agotamiento de modelo, crisis del régimen salido de la Transición. En tanto en cuanto se aborde ésta, surgirán esperanzas razonables de resolver aquélla. El conflicto es malo para ambas partes. La confrontación resta futuro tanto a unos como a otros. Urge el acuerdo, aunque no pueda, no deba parecerse en nada al viejo y caduco appaisement del que presumió Chamberlain cuando, a su vuelta de Múnich, aseguró solemnemente que Hitler “había perdido el autobús”. Imperio de la Ley, primero. Respeto a la Constitución del 78 aprobada por una amplia mayoría de catalanes y españoles. Y búsqueda, después, de soluciones para las justas reivindicaciones de una tierra que reclama el reconocimiento de su hecho diferencial, porque nadie en su sano juicio puede hoy mantener que la comunidad autónoma de Cataluña es un sujeto de derechos similar a la de La Rioja.
En este sentido, la respuesta dada por los barones del PP a la iniciativa –pactada en secreto con Moncloa- de Sánchez-Camacho no ha podido ser más desalentadora. Los errores de Madrid han sido muchos y muy largamente sostenidos en el tiempo. Esta batalla, que no es otra que la de la concordia y diseño de un futuro común cimentado sobre la arquitectura de un país respetuoso con la Ley y generador de riqueza, no se ganará apelando a la testosterona, no se ganará con las vísceras, sino con él diálogo, el talento y, sobre todo, la razón. Falta por saber si España, tan poco afortunada con su clase dirigente, una España que en los últimos 10 años ha sufrido un “abismal problema de liderazgo”, en palabras de Jesús Fernández-Villaverde, va a saber afrontar ese reto con solvencia, va a ser capaz de encontrar la energía moral y el patriotismo cívico necesario para encajar el puzzle español de una vez por todas.