Cuando a finales de este mes se forme nuevo Gobierno en Cataluña y se clarifiquen las alianzas parlamentarias en las que se apoyará Artur Mas para sacar adelante su programa electoral, podremos medir con mayor precisión hasta qué punto la fiebre independentista conocida durante la reciente campaña electoral puede terminar en un simple resfriado o en una neumonía que complique seriamente la respiración en esta comunidad autónoma y en el resto de España.
Hasta ahora, la tentación de situar el origen del conflicto en el nacionalismo ha formado parte del manual más asequible: hace tres meses, CiU vio en riesgo su hegemonía política como consecuencia de los duros recortes sociales promovidos desde la Generalitat y enarboló la enseña soberanista en busca de una amplia mayoría que, finalmente, no ha conseguido. Sin embargo, el ejercicio de la memoria invita a profundizar en las causas del problema, no tanto en sus raíces históricas como en las responsabilidades que han podido compartir en la última década aquellos dirigentes políticos a los que les ha tocado gestionar en primera línea de fuego el problema catalán.
Aquí se inscribe la reflexión, con perfil de ajuste de cuentas, que hay abierta dentro del PSOE sobre los errores perpetrados durante los gobiernos de Zapatero al gestionar entre 2006 y 2010 la conducción del Estatuto catalán por el Congreso de los Diputados, primero, y posteriormente por el Tribunal Constitucional, de siempre altamente politizado. En el primer caso, todavía se escuchan los ecos de la promesa hecha por el ex presidente del Gobierno en la madrileña Carrera de San Jerónimo –“Aprobaré el Estatuto como salga del Parlamento de Cataluña” –, y la prepotencia con la que Alfonso Guerra, entonces presidente de la Comisión Constitucional, presumió de haberse “cepillado” la reforma estatutaria. En el segundo, quedaron enterrados en la página negra del máximo intérprete de la Constitución los tres años en los que, bajo la presidencia de María Emilia Casas, mantuvo la poda estatutaria en el congelador para, en el parto de los montes, respetar el esqueleto central de la reforma introduciendo solo la cuchara en el conflicto identitario.
Este último, centrado en el término nación incluido en el preámbulo del Estatuto, se convirtió en la madre de todas las batallas y, por tanto, en el material más sensible, el que ha servido a la postre para alimentar la vena del victimismo de nacionalistas y republicanos dentro de un cóctel que puede resultar explosivo en manos del próximo Gobierno de la Generalitat. Es altamente probable que si el Constitucional no hubiera introducido su pluma en una interpretación jurídica que, por otra parte, resulta obvia – la constatación de “la indisoluble unidad de la nación española” –, ahora el ejército de Pancho Villa que dirige Artur Mas no tendría tanta artillería para disparar contra el Estado. Y es también verosímil pensar que si quienes pastorearon la reforma estatutaria en el Congreso, con Rubalcaba y Guerra en primera fila, hubieran prestado más atención a la sismología que ya se detectaba hace un lustro en la sociedad catalana, las réplicas del terremoto que ahora sufrimos serían bastante menos peligrosas.
En todo este desgraciado episodio se antoja como único denominador común la existencia de una clase política claramente mediocre para gestionar los problemas de articulación territorial que permanecen abiertos en canal desde 1978 y también el ineficiente funcionamiento de un Tribunal Constitucional convertido en una terminal más de los intereses partidistas del momento y sometido, por tanto, a presiones del Gobierno de turno.