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Jannik Sinner y la elegancia del órix

La familia se sorprendió cuando la criatura, con tres o cuatro años, empezó a mostrar una predisposición natural para los deportes fuera de lo común

  • Jannik Sinner y la elegancia del órix

Jannik Sinner nació el 16 de agosto de 2001 en San Candido, Italia (en alemán se llama Innichen), un pueblo de montaña ubicado en la provincia de Bolzano, en la parte italiana del Tirol, muy cerca de la frontera con Austria. Jannik es uno de los dos hijos (el otro se llama Marc) que tienen Hanspeter y Siglinde Sinner; el padre es propietario y cocinero de un restaurante que hay en un albergue para esquiadores, y su madre es camarera en el negocio familiar. Los Sinner son italianos de origen alemán.

Jannik comenzó a estudiar en el Istituto Económico Walther de Bolzano. Era listo, eso sin duda. Listo y, desde niño, más callado que revoltoso. Pero la familia se sorprendió cuando la criatura, con tres o cuatro años, empezó a mostrar una predisposición natural para los deportes fuera de lo común. Aquella birria de chavalín, flaco y pelirrojo, de ojos verdes, blanquísimo de piel como casi todos los pelirrojos, le daba bien a todo. Le encantaba el fútbol, era un hacha con el esquí (el deporte casi obligado de la zona en que nació) y se divertía jugando al tenis. Esta era su tercera afición, no la primera.

El padre prefería que el niño se dedicase al esquí, que era su pasión. Jannik hizo caso y despuntó rápidamente. Con ocho años ganó un campeonato nacional de slalom. La cosa parecía, pues, decidida. Pero cuando el crío tenía alrededor de doce años se paró a pensar un momento. El fútbol se me da bien, se dijo, pero en el campo somos once y encima hay un entrenador que dice lo que hay que hacer, y a mí me gusta tomar mis propias decisiones. ¿El esquí? También mola y también se me da bien, pero pasa una cosa: si cometes un solo error, ya no puedes ganar. El tenis, sin embargo, lo tiene todo: yo decido lo que hay que hacer y cómo; y, esto sobre todo, puedes ganar hasta el último momento, hasta que pierdes la última pelota del último juego del último set. Hasta ese instante la victoria es posible aunque vayas perdiendo por muchísimo. Así que prefiero el tenis. Seré tenista. Esa fue la reflexión de un chiquilín de doce años, según ha contado él mismo.

El tenis se le daba bien, muy bien, pero no parecía ser un fuera de serie, al menos de niño. Se puso en manos de un veterano entrenador, Ricardo Piatti, que sí veía claro lo que se escondía en aquel chico flacucho y serio al que no le gustaba nada perder. Jannik tenía trece años cuando dejó los Alpes (y el colegio; no pasó del cuarto curso, aunque se propone obtener su licenciatura) para instalarse en Bordighera, en la Riviera, junto a su entrenador.

Al principio no pasó nada. Ganaba y perdía. Cuando perdía, o cuando iba perdiendo, se cabreaba mucho. Piatti le enseñó a controlarse y a mostrar una cara de hielo bajo la gorra que le gusta llevar cuando juega. Ya no rompe raquetas a golpes cuando se enfada, eso fueron pecados de infancia.

Hasta que, cuando andaba más o menos por los 16, se produjo la transformación. Jannik pegó el estirón y se puso en 1,88 metros. Cultivó su cuerpo hasta convertirse en lo que todos sabían que acabaría siendo: un atleta con una fortaleza física difícil de adivinar en su complexión de flaco perpetuo. Y empezaron a llegar las victorias. Al principio fueron torneos juveniles e incluso varios Challenger (la segunda categoría del tenis “grande”, por detrás del ATP Tour y por delante de los ITF). Ya ganaba dinero. No mucho. Pero lo más importante era la sensación de haber acertado, de haber dado en el clavo con su vocación. A los 17 años, cuando ganó su primer torneo Challenger (el de Bérgamo) y se hizo profesional, no sabía que en un pueblo de Murcia había un crío casi dos años más joven que él, llamado Carlitos, a quien le encantaba divertirse jugando al tenis. Y ganar. Es decir, lo mismo que a él.

Resultaría ocioso y además muy aburrido relatar los éxitos de Jannik Sinner como tenista. El tenis es un deporte en el que se le da una gran importancia las estadísticas, algunas de ellas algo tontas: quién fue el más joven en ganar un ATP 500, quién ganó con menos años a uno de los diez mejores del mundo, quién el que tarda más en sacar y a qué velocidad, quién el que ha ganado más torneos vestido con una camiseta verde y después de toser dos veces; esas cosas. Pero el flaco pelirrojo de los Alpes llamaba la atención. Los grandes le vieron jugar. Roger Federer, que durante veinte años ha sido para el tenis lo que Dios padre es a la religión cristiana, dijo: “Ese crío le da igual de fuerte a la pelota con la mano derecha que con el revés a dos manos; cuidado con él”. Novak Djokovic (que sería el Espíritu Santo) dijo: “Veo en él cosas que hago yo. Y está convencido de que puede ganarle a cualquiera. Así que sé lo que me espera”. Y Jesucristo, es decir Rafa Nadal, no se limitó a alabarle sino que se lo llevó a Adelaida (Australia) durante el parón de la pandemia, para entrenar con él durante dos semanas. Ninguno de los dos lo ha olvidado.

Lo de la pandemia fue muy curioso. Sinner demostró que no era un tipo de hielo, como muchos creían viéndolo jugar. Consciente de que Italia fue uno de los países del mundo más castigados por la covid-19, donó 12.500 euros a los médicos de Bérgamo, para echar una mano. Y tuvo una idea apoteósica: creó el hashtag #SinnerPizzaChallenger y se ofreció a donar diez euros a la pelea contra el virus por cada foto que le enviasen. Eso sí, tenía que ser la foto de una pizza hecha en casa en la cual apareciese algo que remotamente se pareciese a la cara del propio Sinner… o a la de cualquier italiano. No hay forma de saber cuánto dinero sacó, pero la idea provocó carcajadas en todo el país. Al fin y al cabo, genio o no, no dejaba de ser un crío de 19 años. Si no se te ocurren estas cosas a los 19, pues cuándo se te van a ocurrir, ¿verdad?

Ya como profesional y hundido en las simas de la clasificación ATP, en noviembre de 2019 le pegó una soberana paliza al australiano Alex de Miñaur y ganó su primer torneo importante. Al año siguiente (19 años) ganó el torneo de Sofía. En 2021 ganó en Melbourne, otra vez en Sofía, en Washington y en Amberes. Empezaron a cogerle miedo. Pasó por encima de figuras como el francés Monfils o el argentino Schwartzman. Todavía no podía ni con Djokovic ni con Nadal; con Federer no llegó a jugar nunca, a pesar de que él mismo reconoce que es su jugador favorito. Pero empezaron a ponerle motes. Le llamaban Pecador (lógico; es la traducción de su apellido al inglés), el Zorro por el color de su pelo y desde luego Assasinner, porque en la pista demostraba una absoluta falta de piedad. Y un talento extraordinario.

Ya había oído hablar de Carlos Alcaraz; más que eso, se habían hecho amigos. En el verano de 2022, Alcaraz había ganado en Miami y en Barcelona, había arrasado en el Open de Madrid después de patear sin misericordia nada menos que a Nadal, a Djokovic y a otro de los grandes, el alemán Zverev. Pero llegó el torneo de Umag (julio de 2022) y Sinner machacó al tenista español en un partido agónico en el que Alcaraz terminó sin saber qué hacer, qué inventar contra aquella fiera que, en la pista, manifestaba la misma expresividad facial que la esfinge de Giza. Pero ya había llamado poderosamente la atención en París (Roland Garros) y en Londres (Wimbledon).

Y aquí llega lo más importante. Alcaraz es el Mozart tenístico de nuestra década. Está lleno de inventiva, de pasión vital, de fuerza, de imaginación y de un talento inalcanzable. Es el heredero de Nadal. Sinner, sin embargo, es Verdi: menos brillante algunas veces, pero le sobra energía, espectacularidad, una inmensa elegancia, desde luego también talento, eficacia e instinto. Su ídolo, queda dicho, es Federer. Y con ambos, Alcaraz y Sinner, sucede lo mismo que ha pasado durante veinte años con los dos grandes maestros de la generación anterior: que se crecen cuando juegan el uno contra el otro. Sus partidos son espectaculares, mucho más que los que cada uno de los dos juega contra otros cualesquiera. Y son grandes amigos. Se quieren mucho… y se necesitan para mejorar. Los dos lo saben.

Los aficionados al tenis no olvidarán nunca, por más años que pasen, el cuarto de los seis partidos oficiales que han jugado hasta hoy los dos muchachos. Fue en los cuartos de final del Abierto de EE UU, el 8 de septiembre de 2022. Una batalla de cuatro horas y media en la que ambos se vaciaron completamente. Fue tremendo, muy pocas veces se había visto algo así. Ganó Alcaraz, que terminó el partido aplaudiendo emocionadamente a su amigo... y que ganó el torneo, lo que le llevó al nº 1 del mundo. Pero aquel partido, que está entre los mejores de todos los tiempos (como la legendaria final de Wimbledon de 2008, Nadal-Federer), dejó claro que, con la Santísima Trinidad (Federer, Nadal y Djokovic) al borde de la jubilación, llega la época de dos jovencísimos gigantes que, si no sucede ninguna desgracia, gobernarán el mundo del tenis durante muchos años. Sinner lo reconocería luego: “Esta ha sido la derrota más dolorosa de mi vida”. Pero también sabía que era la antesala de la gloria. Esa gloria que está a punto de llegar.

La venganza, si es que cabe hablar de venganza, llegó en las semifinales del torneo de Miami, el pasado 1 de abril. Alcaraz era el campeón del año anterior y necesitaba la victoria para recuperar el número 1 del mundo. Pero Sinner, enfrente, embistió con tal fiereza y con tal habilidad que logró lo inaudito: cornear al rival sin misericordia, dejarlo sin ideas y romper la resistencia física del indomable español, que acabó hincando la rodilla. Cuando los dos chicos (porque son un par de chiquillos, no se olvide esto) se abrazaron al final del terrible duelo, Alcaraz le dijo a su amigo: “Lo tienes, tienes el torneo. Ve a por él. Gánalo. Yo seré tu fan en la final”. Y Sinner, cosa también rarísima, sonreía.

No pudo ser. El esfuerzo físico de aquel partido dejó a Sinner extenuado, algo que tampoco es fácil de ver. Perdió en la final contra una pared de cemento: el ruso Medvedev, que se pasó el partido devolviendo pelota tras pelota en espera del error del italiano, mientras que este se fue desfondando poco a poco hasta que, como dirían los taurinos, dobló.

Es probable es que pocas veces más veamos algo así. Los dos nuevos monarcas del tenis mundial están, física y mentalmente, terminando de hacerse. Aún queda quien les vence, aunque el número de esos privilegiados se reduce cada día que pasa. Alcaraz gana a ojos vistas en madurez y en serenidad. A Sinner, que también tiene sus bajones y sus malos momentos, le pasa exactamente lo mismo. Ambos se van construyendo el uno al otro.

Así que nos esperan grandes y venturosos días.

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El órix (u órice) de Arabia (Orix Leucoryx) es un mamífero artiodáctilo de la familia de los bóvidos. Hay muy pocos: no es fácil llegar a ser un órix. Se caracteriza por su pelaje blanco, sus patas negras y veloces, y por dos grandes astas casi helicoidales, rectilíneas, que le aportan una innegable elegancia… y mucho peligro.

Hace ahora mismo un año, el 9 de abril de 2022, aparecía en esta sección Carlos Alcaraz. El animal con que se le asemejaba era el guepardo. Sabrán ustedes que el guepardo es un depredador africano y que suele cazar animales rumiantes, bien sean impalas, gacelas de Thomson o antílopes pequeños como el dicdic de Kirk. Pero el guepardo comparte su espacio con los órices, bien sean los de Arabia o cualquiera de las otras tres especies que existen.

El guepardo sabe bien que el airoso y elegante órix es el premio mayor. Pero también es el más difícil. Ese animal es, en primer lugar, muy grande; en segundo, enormemente listo, tanto como pueda serlo el guepardo. Y luego están esas formidables astas capaces de atravesarlo de parte a parte sin contemplaciones. No basta con ser un guepardo; hace falta ser muy buen guepardo para vencer a un órix.

Cuando se enfrentan, puede pasar de todo. A veces cae el órix. Otras veces es el guepardo el que tiene que salir corriendo, por lo general herido. Pero es facilísimo imaginar que ambos bichos se admiran mutuamente y, en el fondo, se necesitan. No hay mayor triunfo para el guepardo que derrotar a un órix. Y no hay mayor gloria para un órix que vencer a un guepardo.

Aprenden los dos con sus combates. Se hacen mejores el uno al otro. Eso es lo que cuenta.

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