Párense un momento a pensar en las comidas y cenas de Navidad. Es posible que sucedan en diferentes escenarios, pero cada uno de esos momentos cuenta con sutiles gestos que componen una ceremonia única y exclusiva para cada hogar. Los platos que se cocinan y degustan para esas fechas están sumamente instaurados, de la misma forma que la mesa se dispone de una forma especial y hasta los comensales suelen estar colocados de forma determinada por la costumbre. Si nos paramos a analizar los momentos de socialización alrededor de una mesa, siempre veremos ritos que se perpetúan en el tiempo y que configuran la tradición de cada familia.
Imaginemos ahora que invitamos a unos nuevos amigos a comer a casa y que éstos se toman una libertad tan nimia, en apariencia, como sentarse en la mesa en el lugar del anfitrión. En nuestro sitio, el lugar que ocupamos siempre, el que crea un poso de costumbre tan territorial como difícil de justificar. El caso es que, nos sentaría (un poquito) mal. Lo mismo que si mirasen en la nevera, revisasen los cajones de la vajilla o decidiesen reordenar la mesa que nosotros ya hemos colocado, no nos parecería oportuno.
A pesar de los muchos derechos que algunos se creen que adquieren cuando van a un restaurante, es una circunstancia muy parecida a cuando vamos a casa de otra persona. El restaurante tiene establecidos unos códigos rituales, más o menos sofisticados, que el personal de sala se encarga de trasladar a sus clientes, para transmitir, junto a su trabajo, la personalidad del establecimiento más allá de lo puramente culinario.
La complejidad que adquiere este tipo de ceremonias en la alta cocina, es un claro ejemplo de esa labor de anfitrionaje y oficio que roza prácticamente la religiosidad. La autoridad de jefes de sala con nombre propio, como Joserra Calvo de Mugaritz, Didier Fertilati de Quique Dacosta, Abel Valverde de Sant Celoni o Urko Mugartegui de El cenador de Amós, es un claro ejemplo de cómo ha de ejercerse el dominio de la sala. Su trabajo simboliza el equilibrio perfecto entre garantizar el ritual de una comida, tan exclusiva como las que allí ofrecen, y realizar una brillante gestión de las personales expectativas del cliente. Ellos simbolizan la cúspide del ejercicio de sala en restaurantes donde el jefe de cocina es un chef de avalado prestigio, pero su reconocimiento profesional no es una extensión del cocinero, sino la conquista por méritos propios de una entidad que oficia la ceremonia de la comida.
Volvamos a esos amigos que han venido a comer a casa y a los que queremos causar una muy buena impresión. Es probable que nos esforcemos por agradarles en lo posible ofreciéndoles el mejor aspecto de nuestra casa, que nos comportemos de una manera más formal que cuando no tenemos visita, que estemos atentos a sus necesidades y que tengamos una actitud más generosa y cordial. Cada uno de nosotros ha sido en alguna ocasión maître en su casa, a la que posiblemente consideremos un espacio tan exclusivo, como lo pueda ser un restaurante de alta cocina. En nuestra casa, cuando ejercemos ese simulado rol de jefes de sala, somos una mezcla de amabilidad y autoridad, pero ¿a que nunca se han sentido serviles?
Quizás es en este punto donde se desdibuja esa labor regia del camarero, cuando el cliente, o incluso el propio camarero, piensan que están exclusivamente para servir. De ahí nacen los clientes condescendientes que confunden servicialidad con servilismo y, por otro lado, la falta de compromiso y motivación del personal de sala que entiende que servir es transportar platos, sin tener la conciencia de tener la autoridad de un anfitrión. Una situación difícil de encajar si se diese en nuestra casa, porque entendemos que ofrecer una comida, con toda su carga simbólica, no les da determinados derechos a nuestros invitados. ¿Es entonces el hecho de pagar el que otorga ese cambio de actitud?
Ese sería otro tema a tratar, porque gira en torno al empoderamiento del cliente en la restauración, pero tengo serias dudas de que así sea. De hecho, ya lo expuse en el artículo sobre los restaurantes bordes. ¿Cómo es posible que existan sitios donde se trate mal al cliente, pero que el establecimiento sea un éxito? Uno de los argumentos era la calidad gastronómica de estos lugares, pero el que quedaba latente a lo largo del texto, es el del carisma de la persona que lo regenta y los peculiares ritos con los que da personalidad a su local. La autoridad que concedemos a este tipo de anfitriones no suele quedar cuestionada por el hecho de haber pagado por un servicio.
Las reivindicaciones de la profesión van mucho más allá, pero posiblemente estos sean los verdaderos retos para dignificar la profesión; que los empresarios valoren, estimulen y recompensen un trabajo íntimamente ligado a la labor comercial y que se traduce directamente en la cuenta de resultados, y que los propios profesionales asuman su labor ritual y sean verdaderos anfitriones del establecimiento donde trabajan, sabiendo manejar a los clientes con maestría y mano izquierda.
Y ya que estamos, recordar a los clientes que, por mucho que paguemos, se espera que nos comportemos como si nos invitasen a casa de unos amigos o familiares. Porque nosotros también somos parte de la ceremonia.