El excesivo protagonismo conseguido por los cocineros, rompió la dualidad que existía en otros tiempos entre la cocina y la sala, dejando desprovistos de muchas de las tareas propias de estos profesionales. En la época de las grandes brigadas diseñadas para atender gastronómicamente a los clientes de hoteles, sistema diseñado por Escoffier y Ritz, los camareros realizaban fastuosos servicios donde eran los encargados de distribuir la comida, que no estaba porcionada, entre los comensales. La maestría de un servicio a la rusa o a la inglesa, era, y sigue siendo, un espectáculo digno de ver. La destreza de estos profesionales se manifestaba en el desespinado de un pescado, el trinchado de una carne, el mondado de una fruta, la elaboración de un steak tartar o unas crepes Suzette, pero también en todo el ritual del servicio del vino o de la elaboración de cócteles. La sala, no sólo era la cara visible de la cocina, sino que tenía unos cometidos que le dotaban de identidad y entidad.
Es la etapa de la nouvelle cuisine la que marca el cambio de paradigma, cuando al patriarca de la saga de cocineros Troisgros se le ocurre, allá por 1966, que para dar mayor carácter a los platos, sería mejor emplatarlos en la cocina, de forma que llegasen al comensal con una disposición estética que representase la firma del chef. Es el momento en que comienza a usarse una vajilla más grande, con el fin de que los emplatados luzcan más imponentes y bellos. Poco a poco, el personal de sala va perdiendo protagonismo, alejándose de sus funciones primigenias y no pudiendo ejecutar labores de tanta relevancia como anteriormente.
De algún modo, se impone un modelo donde los camareros son meros transportistas de platos, algo que no está a la altura de profesionales formados para realizar tareas de gran pericia y maestría, por lo que la profesión como tal pierde prestigio y decrece la remuneración económica por este trabajo. De hecho, ser camarero se convierte en un trabajo que se entiende, de forma popular, que pueda ser realizado por cualquiera sin cualificación o experiencia. Ser camarero se convirtió, en muchos casos, en un trabajo puente mientras se estudiaba o se aspiraba a otra profesión más cualificada. La modernidad gastronómica que llegó de Francia, dejó huérfana a una profesión de vital importancia, ya que no sólo eran los responsables de importantes tareas culinarias, sino que además cumplían con la labor de anfitriones, garantizando que el ágape y el protocolo que lo acompañaba, fuese un éxito para los comensales que, muy probablemente, estuviesen celebrando un acontecimiento importante en el restaurante. La intuición y la psicología eran, y siguen siendo, dos de las herramientas con las que se hacen valer los buenos profesionales de sala.
Desconcierta que en el organigrama hostelero no se termine de reconocer la labor comercial de los camareros, que son en muchos casos la primera y única cara que vemos de un restaurante. Un buen equipo de sala puede incrementar sustancialmente los ingresos de un establecimiento gastronómico, con una actitud empática, disciplinada y diligente, pero también se puede llevar por delante el trabajo del mejor cocinero, si no cumple con el rigor de su profesión. La situación de desamparo de maîtres, camareros y sumilleres, ha hecho que en los últimos años se reivindique un reconocimiento y protagonismo que, no sólo parte de la idea de estar a la par de los cocineros, sino que busca recuperar la dignidad de un trabajo que ha perdido el esplendor de otros tiempos. Espacios de reflexión como Host, un foro de encuentro para el análisis e innovación de la sala, ha profundizado ya en el problema y en sus posibles soluciones, convirtiéndose en los pioneros en cubrir la necesidad de colectivizar y dar voz a profesionales del sector.
Personalmente, creo que se están dando muchos palos de ciego intentando emular la vanguardia culinaria para trasladarla a la sala. Algunos formatos de ejecución, en ese afán desmedido por innovar, son directamente performances que carecen de sentido y que imponen el ejercicio de la sala desde una teatralización totalmente innecesaria. Es interesante explorar nuevas áreas, claro que sí, pero no a costa de perder la esencia de lo que realmente es un camarero, que bajo mi punto de vista, es un garante de los ritos y protocolos que acompañan a una comida en un lugar específico.
En la segunda parte de esta reflexión, profundizaré y analizaré esa labor litúrgica que, a mi juicio, debería tener la sala y que les colocaría en la indiscutible posición de oficiantes de una ceremonia que permite que el comensal entre en comunión con la cocina a través de ellos. Porque estoy firmemente convencida de que, aunque los rituales y ceremonias ya no estén muy de moda, es la forma de devolver la solemnidad que merece la profesión de sala.