Cuando casi todo es deuda parece elemental, al menos, menguar la necesidad de importar casi todos los combustibles que precisamos. O no necesitar que a miles de kilómetros produzcan la mitad, prácticamente, de lo que comemos nosotros y nuestra ganadería. Muy al contrario se le ponen todas las trabas posibles al despliegue de las renovables o al desarrollo rural, en éste último caso, llegando a la práctica desaparición de las partidas presupuestarias que a tan coherente finalidad existían.
No un grupo ecologista, ni cualquiera de los muchos economistas que están seguros de la necesidad de que es en el sector primario y los con él relacionados donde más empleos cabría crear... ha sido la mismísima Organización Internacional del Trabajo la que afirma que es posible crear, a escala mundial, sesenta millones de empleos. Los que, como mínimo, el sector verde y los parados demandan y el planeta necesita. En nuestro país teníamos a algo más de medio millón de personas empleadas en tales menesteres. La ampliación de eólicas, termosolares y fotovoltaicas, además de duplicar, como mínimo, esa cifra, nos alinearían con urgente y sensata pelea contra la creciente pulmonía de la atmósfera. ¡Qué paraíso encontraríamos en la búsqueda de la transparente autonomía energética!
A lo que de inmediato se debe añadir que la no menos deseable transición a un modelo económico vivaz y, por tanto, no especulativo, conllevaría una mayor posibilidad de empleos en todo lo que venimos llamando economía productiva. Empezando por lo agrario y ganadero, la silvicultura y el turismo no masificado. Que arden ya como la Roma de Nerón.