Nubes bajas y colinas redondeadas, a veces la cresta de un templo y entre el manto de vegetación, pequeñas motas de colores: los saris de las mujeres tamiles que trabajan en las infinitas plantaciones de té. Así es el paisaje que se desliza tras el cristal en el mágico tramo ferroviario que serpentea por las Tierras Altas de Sri Lanka. Un recorrido pausado por el interior montañoso de esta isla con forma de gota, a la que tantas veces se ha comparado con la lágrima que vierte la Madre India.
Las altitud y las bajas temperaturas favorecen las verdes extensiones de este trayecto que arranca en la ciudad espiritual de Kandy y que tiene su fin en Ella, una coqueta población famosa por sus tratamientos de ayurveda. Por el camino, al monótono ritmo del traqueteo, sobre unos vagones destartalados que remiten a los míticos viajes del pasado y a las novelas de intriga, se despliega el cultivo del que está considerado el té más exquisito del mundo.
El Ceylon Tea o té de Ceilán es una herencia británica del siglo XIX, el empeño de aquellos colonos que soñaban con instaurar, precisamente en estas tierras ajenas al sopor tropical, su flemática costumbre de las cinco. Para ello crearon grandes haciendas que dieron lugar a grandes fortunas y tapizaron el terreno con ásperas plantaciones que impregnan el aire de un aroma amargo. “Los campos de té de Ceilán son un monumento al coraje comparable al león de Waterloo”, llegó a afirmar Sir Arthur Conan Doyle al referirse a tal empresa.
A mano, una a una
Desde el tren, por estos campos centenarios, también hoy se puede contemplar la bella estampa de las tea pluckers, mujeres tamiles que recolectan a mano, una a una, las hojas más frescas de este té que se consume en buena parte del planeta. Los colores de su atuendo típico, con sus cestas en la espalda sujetas a la frente, confieren a este duro trabajo un toque armónico, una muestra de destreza artesanal detenida en el tiempo.
A partir de Hatton comienzan a desfilar algunas plantaciones colgadas de la pendiente. Pero es en Nuwara Eliya donde la vista se pierde en un horizonte verde salpicado de edificaciones de carácter colonial que evocan una suerte de incongruencia: la campiña británica que irrumpe de pronto en un rincón del Índico. Tanto es así que los lugareños hablan de Little England (Pequeña Inglaterra) para referirse a esta localidad emplazada a2.000 metros de altura en un cuenco protegido por las montañas.
A velocidad de tortuga se va desgranando el fértil paisaje de las Tierras Altas, al paso de poblaciones con nombres tan sugerentes como Bandarawela o Haputale. Acompañando el viaje estará siempre esa bucólica imagen, ese movimiento mecánico: el de las manos delicadas de estas mujeres recolectoras de té que son parte de la esencia de Sri Lanka.