Permítanme hoy empezar mi columna con una cita: “Cuando la patria vive en un momento de urgencia nacional, cuando se corre el riesgo que la nación se disuelva como azúcar en un vaso de leche, cuando están sonando todas las alarmas sobre nuestra supervivencia como pueblo, la discusión ideológica no puede ser en ningún caso un eje que nos separe, porque por encima está el destino de España”.
Si dijera que este párrafo proviene de un discurso de Jose Antonio Primo de Rivera en 1934, probablemente no sorprendería a nadie. Es una idea de nacionalismo rancio, antiguo, anteponiendo la patria, la identidad cultural, el sentir de pertenencia a un concepto nebuloso como es la nación, a la desigualdad, educación, bienestar material, clase social, o cualquier otra cosa. El viejo nativismo identitario de un pasado al que no queremos volver.
La cuestión es que esta cita no es de Jose Antonio Primo de Rivera, ni fue escrita en 1934. Es de un artículo publicado el siete de marzo del 2012, donde sólo he cambiado una palabra, la última. En el texto original en catalán, Joaquim Torra, el próximo presidente de la Generalitat, escribe “Cataluña”, no “España”.
Carles Puigdemont, bonapartista peripatético y expresidente de la Generalitat, ha designado a Joaquim Torra como su heredero/sustituto/títere en el cargo de máximo representante del estado en Cataluña. Torra es uno más de la nutrida cantera de pseudointelectuales independentistas subvencionados que han pululado a orillas de la Generalitat durante décadas, siempre hablando de “España” con gesto de asco, siempre hablando de Cataluña con un tono mesiánico que oscila entre la cursilería y el nativismo. Son conocidos sus tweets alegremente insultantes, la mayoría borrados, de un nacionalismo rancio. Sus artículos no le andan a zaga, con la misma intolerante arrogancia al que no comulga con su patriotismo.
Torra es uno más de la nutrida cantera de pseudointelectuales independentistas subvencionados que han pululado a orillas de la Generalitat durante décadas, siempre hablando de “España” con gesto de asco"
Entiendo que alguien quiera ser nacionalista o independentista. Es una idea política perfectamente lógica y coherente, que puede ser defendida con argumentos racionales. Es posible negociar con ellos, incluso, ya que en fondo todos queremos lo mismo, aumentar el bienestar de los ciudadanos. Dado que la secesión conlleva riesgos reales y que entre una secesión traumática y el mantenimiento del statu quo hay un término medio, hay espacio para una solución dialogada, si ambos lados están dispuestos a ello.
Desafortunadamente, tanto Puigdemont como Torra no tener la intención de dialogar o hablar con nadie. Desde hace meses, Puigdemont y un nutrido sector del independentismo sólo parece entender como diálogo “negociar las condiciones de la secesión de vuestro estado fascista”, sin el más mínimo interés por términos medios. Es básicamente imposible negociar con alguien que lleva años repitiendo como el mismo mantra: que los españoles sólo saben expoliar. Por mucho que los independentistas insistan que tienen la mano abierta al diálogo, el hombre que han escogido para dirigir el gobierno de la Generalitat no parece ser alguien dispuesto a hablar con nadie.
El conflicto en Cataluña tiene solución. Sabemos que la tiene, porque llevamos 500 años aguantándonos mutuamente, y sabemos que es perfectamente posible vivir juntos sin liarnos a tortazos. También sabemos que la alternativa es mucho, mucho peor. Para llegar a esa solución, sin embargo, es necesario que las dos mitades en la que está dividida la sociedad catalana (porque, insisto, este es ante todo un conflicto entre catalanes, no entre Cataluña y España) lleguen a un acuerdo entre ellas, superando este destructivo juego de vencedores y vencidos que pone en peligro la convivencia en el país.
El conflicto en Cataluña tiene solución, sabemos que la tiene, porque llevamos 500 años aguantándonos mutuamente, y sabemos que es perfectamente posible vivir juntos sin liarnos a tortazos"
Pero el conflicto catalán no es simétrico. No es un escenario donde hay dos bandos enfrentados igual de irracionales y radicalizados, y ambos deben abrazar la moderación antes de poder arreglar nada. En Cataluña tenemos a un lado políticos que o están contentos con un estado autonómico que ha funcionado razonablemente bien o que quieren reformarlo, y a otro un grupo de tipos que tienen como objetivo político a corto plazo provocar un choque con el Estado para generar una sobrerreacción y continuar justificando utilizar las instituciones para conseguir la secesión. El primer grupo será más o menos sensato, competente o inmovilista, pero al menos no tiene como objetivo montar performances en las instituciones para cabrear al personal sin motivo. Joaquim Torra sigue esta línea, no la de querer arreglar nada.
Joaquim Torra, por lo visto en sus artículos, declaraciones y vida pública, parece ser un hombre convencido de que el 53% de catalanes que no votaron a un partido pro-secesión en diciembre no son realmente catalanes, y que parece sentir un total desprecio por su identidad o sentimientos de pertenencia. El mero hecho de que Puigdemont haya designado a alguien así, un intelectual orgánico de segunda fila, iracundo, absolutista, intolerante, como candidato a presidir el gobierno de todos los catalanes debería dejar bien claro que lo del diálogo es una pantomima, algo que decir por Europa mientras se hace la víctima. La intención es seguir yendo al bulto, al choque, a armar jaleo, no a encontrar una solución.
Cataluña es un lugar donde algo más de la mitad de la población esencialmente está contenta donde está y quiere que le dejen en paz con tanta banderita, tanto drama, tanta manifestación y tantas historias. Hasta que los secesionistas entiendan que estos ciudadanos también son catalanes y que el conflicto lo tienen con ellos, no con Madrid, no iremos a ninguna parte.