Opinión

El álbum familiar de Géraldine Schwarz

Una tragedia europea. ¿Cómo era posible que ignorara que al lado de su casa se había desarrollado uno de los mayores dramas de Vichy?

  • Una imagen de la entrada principal del campo de concentración Auschwitz.

La periodista Géraldine Schwarz (Estrasburgo, 1974) se preguntó cómo la Unión Europa, el mayor proyecto de solidaridad internacional que ha conocido el mundo, ese razonable enclave moral que, con la ominosa salvedad de la guerra de la ex Yugoslavia, había logrado diluir hasta lo inconcebible las hostilidades entre Estados, se vio de pronto amenazada por un eje sombrío que tenía como extremos la xenofobia más o menos indisimulada de partidos como el Frente Nacional, Fidesz o AfD, y la retórica antistema, el peronismo reloaded de Podemos o Francia Insumisa.

La pregunta no sólo se la formuló Schwarz; también muchos otros ciudadanos que, al igual que ella, asisten (asistimos) a la expansión de un fenómeno que tiene algo de rave zombi. No obstante, y a diferencia de la mayoría de sus coetáneos, Schwarz no trató de responderla, sino que, con ella a cuestas, remontó dos generaciones a fin de averiguar en qué medida su propia familia había sido copartícipe de la furibundia hitleriana. Hija de francesa y alemán, el ramal materno la llevó a Drancy y el paterno, a Mannheim. En esta industriosa localidad a orillas del Rin arranca su reportaje Los amnésicos. Historia de una familia europea (Tusquets), un asombroso relato introspectivo que es, al mismo tiempo, el remiendo de nuestra edad moderna. 

El abuelo de Géraldine Schwarz, Karl Schwarz, fue un emprendedor de vida muelle que, como tantos otros vecinos de Mannheim, se afilió al NSDAP. Nunca manifestó una especial devoción por el Führer (a diferencia de la abuela Lydia, que se reveló una auténtica groupie) pero consideró, con buen juicio, que el carné del partido sería la mejor de las credenciales para prosperar en los negocios. En 1938, cuando Berlín intensificó la arianización de las pocas empresas judías que habían resistido al boicot, la extorsión o los linchamientos, los hermanos Julius y Sigmund Löbmann, a la sazón poseedores de Sigmund  Löbmann & Co, dedicada a la venta de productos petrolíferos, se resignaron a vender la empresa para financiar la huida.

“Hubo personas simplemente más honestas que, a espaldas de las autoridades nazis, se las arreglaron para pagar ‘en negro’ el valor inmaterial de la sociedad”

¿Vender? Saldarla, más bien. En una operación que exigía el visto bueno de las autoridades nazis, el abuelo Karl adquirió el negocio a un precio de derribo, que sólo incluía el suelo y la maquinaria. Según cuenta  su nieta, “hubo personas simplemente más honestas que, a espaldas de las autoridades nazis, se las arreglaron para pagar ‘en negro’ el valor inmaterial de la sociedad” [la cartera de clientes, las fórmulas, las patentes…]. […]Karl Schwarz no podía jactarse de serlo”. La indagación de la autora en el devenir de la familia Löbmann la lleva a una residencia de ancianos en Peterborough, a una hora al norte de Londres, donde Lotte Kramer, "una mujer de noventa y cinco años, menuda y de gestos delicados" le confirma que es sobrina de los hermanos Löbmann. El encuentro con la descendiente propicia la reconstrucción de una odisea que tiene algo de tributo memorable, de reparación moral, y que al estar expuesta sin alarde ninguno, resulta, si cabe, aún más conmovedora, como si en el texto, visto al trasluz, pudiéramos leer la inscipción de la Medalla de los Justos entre las Naciones: "Quien salva una vida salva al Mundo entero".

El campo de Drancy, a las afueras de París, fue el principal centro de internamiento provisional de prisioneros en la Francia ocupada, una suerte de estación de paso hacia los campos de exterminio, y de cuya vigilancia se ocupaban gendarmes franceses. Tras la Liberación, los abuelos de Géraldine se instalarían en Le Blanc-Mesnil, municipio contiguo a Drancy. Cuando la madre, Josiane, empezó a estudiar en la Sorbona, "cruzaba en autobús [desde Le Blanc-Mesnil] el municipio adyacente de Drancy". Géraldine le inquirió por esa circunstancia y ella, "con aire un poco culpable", respondió: "Yo no tenía ni idea de lo que era Drancy, ni en los años cincuenta ni en los sesenta". Al punto, Géraldine se preguntó "cómo era posible que ignorara que al lado de su casa se había desarrollado uno de los mayores dramas de Vichy solamente unos años antes de la llegada de su familia a la región". 

No es éste, en suma, un ensayo en que abunden las personificaciones del Mal Absoluto. Por sus páginas no desfilan gentes como Rudolf Hess, Klaus Barbie, Josef Mengel o Franz Murer, sino otra clase de monstruos: los mitläufer, esto es, los millones de europeos que fueron indiferentes a la iniquidad  o aun sacaron partido de ella; aquellos que, por indolencia o cobardía, se cruzaron de brazos frente a la cacería del vecino. Los que se mimetizaron con el ambiente y cuando bajaron las aguas dijeron no haber visto ni oído nada. Los que, como en el caso francés, se pusieron al servicio del invasor para luego presentarse ante el mundo como valerosos resistentes. Los amnésicos que, en cierto modo, nos siguen interpelando. 

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