Las elecciones catalanas están convocadas. La campaña electoral está en marcha. Los partidos han tomado posiciones; el futuro de Cataluña está en juego. La diferencia entre una victoria y una derrota para los partidos secesionistas representaría un cambio monumental en la historia del país, y podría llevar a España y a la Unión Europea a una crisis jurídica de solución incierta.
Esto, al menos, es lo que parecen decir la mayoría de observadores estos días. Artur Mas y sus aliados llevan meses insistiendo en que estas elecciones tienen carácter plebiscitario, y que una victoria clara de su partido sería el primer paso hacia la secesión. La idea de que Cataluña puede verse encaminada a una ruptura irreversible con el resto de España parece ser una posibilidad.
Estas afirmaciones, sin embargo, no tienen en cuenta una de las constantes de la política electoral en Cataluña, la estabilidad. Aunque el mapa de partidos parezca estar moviéndose constantemente, en realidad las elecciones autonómicas catalanas siempre se han movido en unos márgenes relativamente predecibles.
Cataluña ha celebrado diez elecciones autonómicas desde 1980. Obviando los primeros comicios (cuando Convergència i Unió era un partido joven y el PSUC aún era relevante), en todas las votaciones se ha mantenido una constante: la suma del voto de todos los partidos explícitamente nacionalistas siempre ronda el 50%. De 1984 a 1992, los años dorados de Jordi Pujol, la suma de ERC y CiU superaba ligeramente este umbral, alcanzando el 55% el “año de los milagros” que fue 1992. A partir de entonces, los nacionalistas se han movido cerca del 50%, pero sin alcanzarlo. Su peor resultado fue en 1999, las primeras elecciones de Pascual Maragall como candidato (46%), pero la tendencia ha sido siempre estable.
Con las elecciones a apenas a mes y medio de distancia, la pregunta que debemos hacernos es si esta estabilidad se verá alterada de algún modo
Los cambios en el sistema de partidos catalán han sido en los últimos años dentro de cada uno de los grandes bloques del electorado, no entre ellos. En la lado unionista, ha estado marcado por el auge y caída del PSC, un partido que aprendió a ganar elecciones catalanas sólo para olvidar completamente cómo hacerlo dos legislaturas después, la división de Inciativa/PSUC y sus herederos, el grado de toxicidad relativo del PP según lo que necesitaran a CiU en Madrid y la aparición de Ciutadans como alternativa creíble. En el lado nacionalista las transferencias dentro del bloque se han visto marcados por el declive relativo de CiU post-Jordi Pujol y el grado de crisis interna que tuviera ERC en ese momento. El cambio, en todo caso, ha sido en la agenda política de CiU estos últimos años, pero no en la cantidad de catalanes que escogen opciones nacionalistas.
Con las elecciones a apenas a mes y medio de distancia, la pregunta que debemos hacernos es si esta estabilidad se verá alterada de algún modo. Los cambios pueden venir desde dos posibles direcciones: por un lado, los partidos nacionalistas pueden haber convencido a algunos unionistas para cambiar de bando estos últimos años; las constantes escisiones del PSC, en este caso, serían una señal que hay movimiento entre bloques. Alternativamente, la movilización electoral de uno y otro bloque puede ser distinta en estos comicios, con la constante apelación a la épica de los partidos nacionalistas haciendo que casi nadie de sus partidarios se acabe quedando en casa.
Aunque la falta de sondeos recientes hace difícil analizar estas posibles hipótesis de forma plenamente convincente, la imagen de relativa estabilidad en el sistema parece persistir en las encuestas. Los cuatro últimos sondeos desde junio sobre unas hipotéticas elecciones catalanas (GESOP, GAPS para Omnium, Feedback para La Vanguardia y NC Report para la Razón) dan una media de apoyo del 47% a los partidos nacionalistas, incluyendo a Unió Democràtica en esta suma. Dejando fuera a UDC, la suma de CUP y Junts pel Si promedia un 43%. De forma más significativa, la dispersión de los resultados es bastante escasa; la suma de todo el voto nacionalista oscila en una franja entre el 44 y el 48% del voto, y el independentista entre un 40 y un 44%. Como referencia, CiU, ERC y CUP sumaron un 47,9% del voto en las autonómicas del 2012, así que los resultados parecen como mínimo plausibles.
La otra posibilidad es la abstención. Si el voto independentista está mucho más movilizado que el voto unionista, es posible que esta estabilidad se rompa. La participación electoral es notoriamente difícil de estimar, incluso en elecciones “normales”; la intención plebiscitaria en la convocatoria del 27S quizás cambie la composición de los votantes lo suficiente como para invalidar los sondeos. Es una hipótesis razonable, pero hay dos motivos que me llevan a dudar que sea cierta.
Primero, las proclamas sobre la importancia histórica del 27-S son escuchadas tanto por los votantes nacionalistas como por los votantes unionistas. Si el mensaje es que hay que ir a votar porque este es el momento clave para conseguir la independencia, un votante unionista entenderá sin demasiada dificultad que debe ir a votar para bloquearla. Elevar las elecciones a un plebiscito es un arma de doble filo para los nacionalistas ya que les costará conseguir que la movilización sea realmente asimétrica. Segundo, los aumentos de participación en elecciones recientes no parece haber roto la estabilidad entre bloques. Entre las últimas elecciones “normales” (2010) y las ya ruidosas autonómicas del 2012 la abstención cayó siete puntos, pero la proporción de votos nacionalistas apenas se alteró; es más, disminuyó ligeramente. Es previsible que la participación el mes que viene sea mayor, pero no parece haber demasiadas señales que indiquen que los votantes unionistas sean necesariamente más propensos a quedarse en casa.
Si el voto independentista está mucho más movilizado que el voto unionista, es posible que esta estabilidad se rompa
En consecuencia, es muy posible que los resultados del 27S acaben siendo muy similares a los resultados del 2012, 2010 y elecciones anteriores. Las vaguedades de la (siempre provisional) ley electoral catalana pueden que acaben por dar una mayoría de escaños a los partidos independentistas, pero la realidad es que el resultado electoral será probablemente tan ambiguo como en elecciones pasadas. Cataluña, ahora mismo probablemente, no tiene una mayoría independentista clara, del mismo modo que no tiene una mayoría unionista clara. En condiciones normales, con políticos menos obsesionados por la épica, la solución pasaría inevitablemente por un pacto que reflejaría esta realidad, así como la inexistente fractura social catalana.
El acuerdo será imposible, sin embargo, hasta después de las elecciones generales en España, cuando el PP pierda la mayoría absoluta y finalmente se abra la puerta a una reforma constitucional. Los populares el último partido que se oponía a una reforma de la carta magna; por mucho que Rajoy esté intentando defender que su idea de reforma va contra los secesionistas, la realidad es que sus declaraciones son una admisión tácita de la necesidad de una solución pactada. Eso será lo que veremos, a buen seguro, el año que viene.
Una nota final: algo que no se ha comentado lo suficiente estos últimos años es el papel de los líderes políticos para cambiar las preferencias de sus votantes. Hay una literatura extensa en Ciencia Política sobre cómo la ideología y la identificación partidista son bidireccionales; un cambio de programa por parte de un líder o partido político tiene a menudo efectos substanciales en la opinión de los votantes. Este cambio ha sido muy visible en temas sociales en los últimos años (especialmente en el matrimonio gay), y a buen seguro ha jugado un papel notable en el auge del independentismo en Cataluña en el último lustro. Si Artur Mas llega a un acuerdo con Rajoy o Pedro Sánchez en los próximos meses y lo defiende como la solución de los problemas del país, es muy probable que una parte significativa de su electorado le siga.
La “crisis catalana”, por lo tanto, tiene una salida a medio plazo. Serán los resultados electorales a nivel estatal, más que las elecciones del 27-S, los que acaben por arreglarla.