En las últimas cinco décadas el partido republicano en Estados Unidos era el partido del libre comercio. Los republicanos eran la voz de la cámara de comercio y la gran industria, los titanes del capitalismo americano. Los ideales conservadores de gobierno limitado, libre competencia y acceso a mercados formaban parte del ADN del Grand Old Party; el comercio, y los tratados comerciales eran una forma tanto de expandir las libertades americanas como de fortalecer la economía del país.
Esto era así, por supuesto, hasta que llegó Donald Trump. El ahora candidato republicano a la presidencia construyó toda su campaña de primarias sobre su oposición estridente a la inmigración y a los tratados comerciales.
Los conservadores estaban relativamente divididos respecto inmigración antes de las elecciones; el sector del partido más cercano al mundo de los negocios siempre ha estado a favor, mientras que el sector más nacionalista (y en vista de los resultados, más cercano al sentir de las bases) se ha opuesto.
Este no era el caso, sin embargo, al hablar de tratados comerciales. Aunque ciertamente la facción más capitalista/libertaria del partido estaba a favor de forma decidida, nadie dentro del GOP (evangélicos, populistas, halcones en política exterior) se oponía a estas medidas abiertamente. Esto era visible en los sondeos de opinión. En el 2009, justo después de la gran recesión, un 57% de votantes republicanos decían que los acuerdos de libre comercio eran buenos para el país, comparado con un 31% en contra. Como comparación, sólo un 48% de votantes demócratas estaban a favor de esta clase de acuerdos.
Los votantes republicanos, sin embargo, lleven meses escuchando a su candidato clamar contra el comercio internacional. Nadie durante las primarias se atrevió a contradecir a Trump en este apartado, a pesar que las encuestas seguían mostrando que una mayoría clara de votantes en ambos partidos eran de la opinión que los tratados de libre comercio eran buena idea. De forma un tanto inexplicable, el candidato republicano parecía camino de presentarse a unas elecciones generales basando su campaña en un tema donde nadie parecía darle la razón.
Una mirada a los sondeos recientes nos muestra este no es el caso. Los votantes republicanos, firmes defensores del libre comercio hace siete años, han radicalmente de opinión: en el último sondeo de Pew, un 61% se opone a los tratados comerciales, mientras que sólo un 32% se muestra favorable. El cambio ha sido menos dramático, pero no menos sorprendente en el lado demócrata, con 58% a favor de abrir el país al comercio, con un 34% en contra.
¿Qué ha sucedido? Básicamente, una campaña electoral, y el hecho que el liderazgo en los partidos políticos importa más de lo que muchos políticos quieren admitir.
La primera impresión, viendo los datos, es que Trump está atrayendo votantes demócratas hasta ahora contrarios a la globalización pero que ahora han encontrado a su candidato. Los sondeos, sin embargo, parecen indicar que la transferencia de votos entre partidos ha sido limitada, y que en todo caso el movimiento está siendo más en dirección hacia Clinton que hacia los republicanos. Lo que estamos viendo es un fenómeno bastante más simple: Trump ha convencido a sus votantes y estos han cambiado de opinión.
La mayoría de votantes, tanto en Estados Unidos como en Europa, no tienen opiniones demasiado bien definidas sobre demasiados asuntos. Casi todos saben si son de izquierdas o de derechas, y saben quiénes son “los suyos”, el partido al que votan a menudo. Tienen una ideología y una afiliación partidista, y más o menos son capaces de asociar partidos a ideas y colocarlos en una escala de más conservador a más progresista razonablemente bien, pero no saben del todo bien sobre qué medidas concretas definen ser de izquierdas o ser de derechas más que cuatro ideas generales. A poco que el debate se aleje de temas tradicionales (impuestos, igualdad, servicios sociales) la mayoría andan bastante perdidos.
El líder del partido republicano es un tipo que se opone a los tratados comerciales. Para muchos votantes, eso es señal que el ser conservador implica estar en contra del libre comercio
Uno de estos temas no-tradicionales es justamente el libre comercio, una materia apenas debatida en campañas presidenciales pasadas. Los votantes americanos nunca habían prestado demasiada atención al tema, así que los votantes, en general tendían a dejarse guiar por su ideología al decidir su postura. Los votantes conservadores sabían que los políticos republicanos eran más de fiar al ser “los suyos”, así que favorecían como ellos el libre comercio, mientras que los demócratas compartían la ambivalencia de sus líderes.
La campaña de Trump cambió este esquema. El líder del partido republicano es un tipo que se opone a los tratados comerciales. Para muchos votantes, eso es señal que el ser conservador implica estar en contra del libre comercio, ya que bueno, eso es lo que dice Trump, e ideológicamente Trump es el político más cercano a sus ideas. En el lado demócrata, por oposición casi reflexiva, muchos votantes han acabado por adoptar la posición contraria.
Lo que estamos viendo es algo conocido: los políticos tienen una capacidad considerable de cambiar la opinión de sus votantes. Los partidos y sus líderes no son actores estáticos, sino que juegan un papel crucial en definir qué significa la ideología que dicen representar. Esto quiere decir que, en muchos temas, la posición que toma un partido es lo que va a definir lo que van a opinar sus votantes sobre esa materia, en gran parte porque los votantes nunca habían pensado antes sobre el tema.
Esto da a los líderes un margen de acción considerable. Los votantes raramente juzgan a sus políticos según su pureza ideológica, ya que francamente no tienen demasiada idea sobre sus contenidos. Cuando alguien como Zapatero dice que bajar impuestos es de izquierdas eso emociona y solivianta a cuatro comentaristas y un porcentaje relativamente pequeño del electorado que ya estaba convencido antes que el PSOE no era de izquierdas, pero poco más. Lo que destruye a los partidos por encima de todo, más que estas transgresiones ideológicas, es su capacidad o incapacidad para gobernar de forma efectiva. Las racionalizaciones sobre ideas, medias y traiciones vienen después.
Una muestra de racionalidad
Es por este motivo que toda esta retórica sobre líneas rojas en las negociaciones para formar gobierno creo que son excusas sin sentido. Las medidas concretas debatidas son juzgadas por los votantes más según el partido que las originó que por su contenido real. Es por ese motivo que los únicos que parecían apreciar el pacto entre Ciudadanos y el PSOE en la anterior legislatura eran los votantes de Ciudadanos y el PSOE, y es el motivo por el que los votantes de Podemos hubieran apoyado un tripartito de forma mayoritaria en el momento en que los líderes de Podemos dijeran que el tripartido era una buena idea.
Una nota final: el hecho que los votantes se guíen por lo que dicen los partidos no los hace estúpidos o ignorantes, sino que es una muestra de racionalidad. La política, en general, es algo aburrido, técnico, soso e increíblemente complicado; entender cualquier materia requiere una inversión de tiempo considerable. Como la inmensa mayoría de nosotros tiene cosas más importantes que hacer que dedicarse al estudio de la teoría económica sobre comercio (tener hijos, ganarse la vida y leer sobre cosas divertidas), es lógico que deleguemos nuestras decisiones en muchos temas en representantes que consideramos de fiar. Sólo en cosas que realmente nos interesan y afectan juzgaremos por nosotros mismos, pero eso no ocurre demasiado a menudo; casi siempre decidiremos siguiendo una combinación entre ideología y percepción de competencia. El éxito sostenido de las democracias representativas parece indicar que no es mala idea.