Cuesta pensar que la misma especie que creó una obra tan reflexiva y demoledora como Doce hombres sin piedad pueda llegar a comportarse de una forma tan imprudente ante una situación de gravedad, pero nadie está libre de caer en esa tentación. Todo esto sucedió el pasado viernes por la noche en la madrileña calle de Ponzano. La que acoge 70 bares en poco más de un kilómetro. Es decir, buen punto para saciar la sed y perder el equilibrio. Era medianoche y, en uno de estos locales, había alrededor de 30 personas. Todas sin mascarilla, todas felices y quizá ajenas a la peor consecuencia de la 'nueva normalidad': que los ciudadanos que hasta hace no mucho vivíamos despreocupados, ahora debemos tomar un sinfín de precauciones en la vida diaria. Bajar la guardia puede derivar en el entierro del abuelo. O el de uno mismo.
Fue en marzo cuando comenzaron a ocupar las páginas de los medios las reflexiones del filósofo de origen surcoreano Byung-Chul Han sobre la pandemia, que más o menos vienen a afirmar que el coronavirus hará despertar a los hombres del dulce sueño de su inconsciencia, pues la enfermedad siempre obliga a priorizar la supervivencia sobre el desarrollo personal. Acostumbrados a adoptar el ritmo y el discurso que marca la política, y preocupados por quienes han enfermado, quizá hemos dejado de reflexionar sobre los efectos que ha tenido el virus sobre la existencia de los sanos, pero algo va mal cuando tomar una cerveza en un bar es considerado como una acción arriesgada.
Acostumbrados a adoptar el ritmo y el discurso que marca la política, y preocupados por quienes han enfermado, quizá hemos dejado de reflexionar sobre los efectos que ha tenido el virus sobre la existencia de los sanos, pero algo va mal cuando tomar una cerveza en un bar es considerado como una acción arriesgada.
El citado filósofo afirmó recientemente que “la Covid-19 no sustenta a la democracia”, pues “como es bien sabido, del miedo se alimentan los autócratas” y, “en la crisis, las personas vuelven a buscar líderes”.
Vivimos en las últimas semanas ajenos a los efectos de la pandemia, refugiados en el buen tiempo y en las vacaciones, ganadas o forzadas. Desde las terrazas o en las playas no reflexionamos sobre un hecho que provocará sufrimiento en las vidas de todos los ciudadanos, y es que el virus bate récords de contagios cada día que pasa.
Sólo el jueves, afectó a 223.000 personas nuevas, el 1,9% más que el día anterior”. Occidente se ha relajado con la llegada del verano, pero también por el hecho de que -salvo en el caso de Estados Unidos- la enfermedad se expande actualmente de una mayor forma en África y Sudamérica. Quizá la distancia valiera hace unos años como excusa para mantener la calma, pero en un mundo globalizado, en el que las cadenas productivas saltan entre continentes, la noticia es preocupante.
Un Gobierno que miente
Mientras tanto, el Gobierno de España trata de convencer a la población de que de esta crisis “salimos más fuertes”, cuando es todo lo contrario: estamos más débiles que nunca. Este país no ganará músculo porque su endeudamiento crecerá y su realidad se acercará más a la de Argentina. Es decir, a la de un lugar que es esclavo de sus obligaciones financieras y de un Estado al que el populismo peronista ha hecho crecer de forma imprudente.
No resulta menos inquietante la actitud sumisa que adoptaron los españoles ante la declaración del estado de alarma. No porque el confinamiento no fuera una medida necesaria ante un virus desconocido -cosa que podría discutirse-, sino porque una inmensa mayoría de los ciudadanos asumió el recorte temporal de sus libertades sin formular muchas preguntas, tanto por el miedo a la enfermedad como a la multa de un Estado policial. Los agentes sancionaban a los díscolos. Los vecinos, señalaban a quienes -hastiados- bajaban a la calle para dar una vuelta a la manzana. Y, a las 20.00 horas se reproducían cada día aplausos acríticos, adornados por las canciones de los insoportables vecinos pinchadiscos. Y se transmitía la sensación de que todo iba bien, dentro de lo que cabe.
Los agentes sancionaban a los díscolos. Los vecinos, señalaban a quienes -hastiados- bajaban a la calle para dar una vuelta a la manzana. Y, a las 20.00 horas, aplausos acríticos e insoportables vecinos pinchadiscos cuyas ocurrencias celebraba su entorno.
Nada más lejos de la realidad. Este mismo viernes, el Gobierno vasco decidía que las 200 personas que han dado positivo en los últimos días en las pruebas PCR no podrán votar en las elecciones del domingo. El derecho al sufragio, suprimido por el miedo al contagio. Mientras tanto, los jóvenes de la calle Ponzano alternaban y trataban de intimar en esta 'nueva normalidad', porque en realidad no queda otra opción.
Sin capacidad de reacción
Se suspenden derechos cuasi sagrados, se recortan libertades "hasta que se halle la vacuna" y una buena parte de los ciudadanos no reacciona. Entre otras cosas, porque se encuentra paralizada por el miedo a la ruina y a los efectos de un virus que es algo más "que una simple gripe". Mientras tanto, se fía la resolución de sus problemas al Estado, es decir, siendo permeable a la mayor mentira jamás contada.
Como advierte el filósofo surcoreano, Europa y Estados Unidos se encuentran en un estado catatónico ante la llegada de la pandemia y aparcan interesadamente el debate sobre el futuro sombrío que les aguarda a sus ciudadanos y sobre las libertades que perderán. Quizá sea prudente promulgar el uso obligatorio de mascarillas para evitar que una segunda oleada destruya la economía, pero no parece que vaya a ser la única medida profiláctica. Por televisión, se observan imágenes de la absoluta docilidad de los ciudadanos chinos ante las drásticas medidas propuestas por el Gobierno comunista, entre las que se encuentran duros confinamientos y controles biométricos propios de las más descorazonadoras distopías. Habría que plantear seriamente el debate sobre la libertad, pero resulta complejo en un Estado dispuesto a amadrinar a los ciudadanos y a convertirse en causa y, a la vez, solución de sus carencias.
Entonces, comienza a aparecer en televisión, cada sábado, un presidente con ínfulas que emplea la neolengua para pastorear a la sociedad, amedrentada; y, de paso, la emprende contra quienes se niegan a remar en su misma dirección. Es decir, configura un discurso de buenos (Gobierno) y malos (oposición) que es propio de los autócratas. En ese caso, la suerte está echada.
Esta misma semana, Pedro Sánchez afirmaba en Corriere Della Sera que no está entre sus planes pactar con el PP. O, lo que es lo mismo, confirmaba que su estrategia nunca ha sido la de negociar, sino la de imponer su programa a la oposición. Lo mismo que los autócratas. Es probable que los jóvenes que beben y bailan desenfadados en los clubes nocturnos; y los que alternan en las terrazas sean ajenos a los peligros del momento que vivimos. Recuerdo que Fernando Sánchez Dragó afirmó que el golpe de Estado de los militares tailandeses (2014) le pilló en Bangkok y ni se enteró. Allí, los bares siguieron abiertos y los turistas mantuvieron su ritmo festivo. Hoy, seis años después, existen todo tipo de nuevas restricciones. Incluso para beber.
Si no estuviéramos tan ciegos y fuéramos tan cautivos de la propaganda política y mediática, quizá prestaríamos más atención a maniobras como las de este Ejecutivo, que, aprovechando la enfermedad, ha ahondado en los tres grandes factores que llevan a un pueblo a la esclavitud: la deuda, la dependencia del Estado y la ignorancia sobre el efecto que el presente puede tener en el futuro.
Quizá no haya que preocuparse tanto porque la gente beba desenfadada en los bares como porque se impida votar a 200 contagiados con covid-19. O quizá ambas medidas son lógicas. Pero todo esto forma parte de una nueva normalidad que conduce fácilmente al ataque de ansiedad y que bien podría derivar en un empeoramiento de la democracia.