En la deriva que toma nuestra política identitaria, el espectáculo diario que muestra esta campaña ha dado lugar a un tipo de política sensacionalista donde la morbosidad nos dibuja una derecha salida de la película francesa Delicatessen.
La auto-creación de liderazgos se mueve en la economía de la atención de las redes sociales y las audiencias de los medios, y esto a menudo deriva en crear historias virales como el drama de Rociíto, que que generan una fuerza magnética de atracción en masa. Como en cualquier economía, en el telepopulismo hay ganadores y perdedores. Hay quienes captan una gran cuota de nuestro tiempo y nuestros clics, de nuestro interés y nuestra compasión, de nuestras líbidos y nuestros anhelos, nuestros corazones y, quizás sobre todas las cosas, nuestra mirada. Este fenómeno de la economía de la atención tiene sometida a la política, a los famosos y a todos nosotros, los espectadores.
El carisma es una forma de auto-divinización con el que se nutre este fenómeno. Para citar al teórico social alemán Max Weber, quien desarrolló por primera vez el concepto moderno de carisma hace más de un siglo, es una "fuerza revolucionaria". Son yoes políticos cuya creación es una forma de poder, no sólo sobre ellos mismos, sino sobre su público, la foule (multitud). Cuando la política se mueve hacia el terreno del reality show, el sentimentalismo tóxico en torno a temas identitarios, o dramas personales, se normaliza y esto es claramente visible en partidos como Podemos o Vox.
No hay mejor negocio que reivindicar derechos que ya existen, anunciar medidas que solucionan problemas inexistentes o hacer campaña para vencer a un fantasma político
Ser un líder carismático es, por definición, saber leer a la multitud, trascender la masa para convertirse en una especie de mago de las emociones. Como dijo un dandy poco conocido, el novelista y ocultista Joséphin Péladan, en su libro de 1892 Como llegar a ser un mago, “debes crear tu propia magia como crearías una obra original de arte”. No hay mejor negocio que reivindicar derechos que ya existen, anunciar medidas que solucionan problemas inexistentes o hacer campaña para vencer a un fantasma político. El episodio de las cartas con munición y navajas ensangrentadas es un episodio más, uno muy arriesgado de este show. Como comentaba Rafa Latorre, “arrasa la conversación pública y crea una atmósfera de emergencia civil en un país que atravesó con discreción monacal décadas de violencia política”.
Narrativas que se vuelven virales
Arrasar con el debate normalizado y apostar por exhibir fotos con navajas ensangrentadas, en última instancia, contamina el ambiente electoral de la campaña y consigue mayores éxitos en términos de economía de la atención. Exigir atención, influir en las emociones, tanto en el sentido del dandy político como en el caso de las Kardashian o Rocío Carrasco, es a la vez un ejercicio de poder y, por qué no, de autodivinización. Que esta campaña (¿o deberíamos decir, obra de arte?) haya logrado neutralizar un debate sosegado y racional y haya derivado hacia un sentimentalismo tóxico denota nuestra propia vulnerabilidad como demócratas ante el discurso del populismo. Para estos líderes, la adopción pública de una emoción o un cliché moral se convierte en la marca que distingue a una mala persona de una buena, generan un culto a ciertos sentimientos y emociones. Hablamos aquí de narrativas que se vuelven virales por su carga emocional, que guían el estado anímico de los votantes, y que, en tanto que exigen la expresión publica de emociones contantes (aparte de tu voto) son coercitivas.
Magnetismo personal
Si la economía de la atención es importante en una campaña, la política espectáculo que apuesta por airear las amenazas en público, por el drama y el sentimentalismo tóxico ha sido rentable, pues ha logrado eclipsarnos a todos y generar un perfecto equilibrio entre la farsa y el horror. Siempre ha habido amenazas aisladas, pero nunca se habían empleado como material de campaña, por sensatez y por responsabilidad. Este tipo de “campañas” no podrían haber surgido sin los mecanismos de celebridad y el magnetismo personal propio que ejercen estos líderes a través de los medios de comunicación de masas (la demostración de esta influencia la vimos en el debate de la SER). Es una mezcla perfecta de la política con la cultura de las celebridades y el reality show. Debo decir, como espectadora, que esta campaña de la izquierda es cada vez más creativa a medida que avanza, entretiene desde su siniestro inicio hasta su frenético clímax, y espero que tenga un final no excesivamente dramático.