Tardaremos mucho tiempo en recuperarnos del asombro provocado en tantos españoles por la briosa carga de la brigada ligera independentista en el valle de la muerte de Balaclava en el mediodía del viernes 27 de octubre. Cuando la osada caballería indepe, al mando del Lord Cardigan gerundense, se hallaba a escasos metros de la cima donde esperaban, bayoneta calada, las tropas rusas de Liprandi, los valientes jinetes del mariscal Puigdemont volvieron grupas y exigieron votación secreta, pidieron el anonimato, se negaron a dar la cara, y lo hicieron, además, vulnerando una vez más, y van unas cuantas, todos los reglamentos de la Cámara. A las puertas de la gloria, en el momento decisivo de pasar a las páginas de la historia como los hombres y mujeres que, a pecho descubierto, trajeron la independencia a Cataluña arrostrando las represalias del opresor Estado español, los valientes recularon, se hicieron pipí y reclamaron voto enmascarado. Qué pena de ausencia de un Tennyson capaz de glosar tanto arrojo. Confieso que no salía de mi asombro.
Al rescate de los héroes que buscaban un biombo tras el que esconderse acudió la CUP, la revolución en marcha, dispuesta la del sobaco sudao a echar una mano a los capitalistas convergentes que pretendían escurrir el bulto. Muy revelador de la conciencia que estos indecentes tenían el viernes de estar realmente dando vida a un país nuevo y distinto, no sometido por tanto a los tribunales españoles. ¿Qué consecuencias penales habían de temer si de verdad fueran a ser independientes? No se lo creían. Los valientes pedían la presencia en las calles de sus seguidores, mientras ellos se escondían en el voto secreto. Solo les faltó el pasamontañas. Una nueva recreación histórica de algo que ya quedó en evidencia en los intentos de Macià y Companys: que son cobardes hasta la náusea. Las caras de los indepes tras perpetrar el golpe expresaban cualquier cosa menos sincera alegría, conscientes como eran, como son, de haber cometido una tropelía reñida con la ley, la razón y el sentido común, por la que tendrán cuenta ante la Justicia. “No hay consuelo más hábil que el pensamiento de que hemos elegido nuestras desdichas”, que dijo el gran Borges.
Desde septiembre de 2012 hemos cometido el error de considerar que nos enfrentábamos a tipos capaces de adoptar decisiones racionales, yerro en el que hemos perseverado al tratar de indagar en las razones de la aparente sinrazón independentista, de esa voluntad de tirarse por el barranco de lo absurdo. Ocurre que sus decisiones no son racionales. Tras la dimisión forzada de Artur Mas, al frente del prusés se colocó un hombre que tiene más que ver con la CUP que con Convergencia, un radical cuya estatura intelectual y política ha quedado acreditada en ocasiones varias, hasta el punto de que el propio Mas, el incendiario Mas, se ha declarado incapacitado para manejarlo, porque “hace tiempo que está fuera de control”. Con estos antecedentes, hace tiempo que Puigdemont, alias Puchi, sabe que su futuro y el de quienes le rodean no es otro que el penitenciario. Miedo a muchos años de cárcel. He ahí un hombre con poco o nada que perder, convencido de que colocando a la sociedad catalana y española en una situación de extrema crispación, con violencia incluida, podría tener alguna posibilidad, con la ayuda de la presión internacional, de negociar algo susceptible de comportar indultos y espacio político para seguir actuando.
La puesta en marcha del 155 aborta esa posibilidad. Desde que quedó clara la deriva suicida tomada por el nacionalismo tras la manifestación de la Diada de 2012, aquel acontecimiento que llevó a Mas a subirse en marcha a un tren que juzgó ganador, nunca me ha interesado en exceso lo que hicieran los golpistas, porque siempre estuvo claro el final enloquecido de ese viaje. Lo que siempre me preocupó y me ha preocupado ha sido la reacción del Gobierno del Partido Popular, la respuesta de los supuestos “buenos”, la capacidad del Ejecutivo para mantener la legalidad en Cataluña y hacer respetar la Constitución. En los últimos años, en Vozpópuli hemos sido extraordinariamente críticos con el laissez faire de Mariano Rajoy y su Gobierno en Cataluña, a pesar de haber contado con mayoría absoluta entre 2012 y 2015. No solo no ha sido capaz de hacer cumplir la legalidad en aquella región de España en asuntos tales como la enseñanza del español en las escuelas, por poner un ejemplo, sino que, mucho peor, se ha lavado las manos cual Pilatos amparado en la idea de que el independentismo no iba a ser capaz de llegar nunca a mayores, confiando en que terminaría deponiendo su actitud en algún momento del camino a la estación término que conocimos el viernes.
El triunfo del cuanto peor, mejor
Llegados a este punto, y después de la aprobación el 6 y 7 de septiembre de las llamadas leyes de desconexión, autentico punto de inflexión en el golpe de Estado nacionalista, he venido opinando que a España ya solo le valía el cuanto peor, mejor. Sólo le valía la efectiva declaración de independencia, para que situación tan extrema hiciera inevitable la reacción del Estado dispuesto a restablecer la legalidad, a barrer a fondo hasta la última mota de ese polvo supremacista y totalitario que se ha adueñado de las instituciones catalanas. Por eso la transaccional que pareció abrirse camino a media mañana del jueves, con la celebración de esas elecciones autonómicas que estuvo a punto de anunciar Puigdemont (¿con el beneplácito de Rajoy y su Gobierno?), me pareció una pésima solución, básicamente porque dejaba las cosas como estaban y nos condenaba a seguir hozando en el mismo barro, sobre todo si se permitía que el golpista jefe pudiera manejar la consulta a su antojo, con pleno dominio de los medios de comunicación, dinero público, Mossos, etc.
Por fortuna, los rebeldes vinieron en nuestra ayuda para deshacer el equívoco y llevar el dislate hasta sus últimas consecuencias con la votación del viernes. Ya no había vuelta atrás. Ya no hay vuelta atrás. Tras la entrada en vigor del artículo 155, es el momento de restablecer la legalidad y llevar a los golpistas ante los tribunales de justicia. Es también el momento de renovar nuestra confianza en el Gobierno de la nación y nuestro compromiso inquebrantable con la Constitución, además de expresar nuestro pleno apoyo a los jueces y fiscales que realizan su labor en Cataluña y a las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado. Se acabó el tiempo de un proyecto totalitario disfrazado de sonrisas, proyecto supremacista trufado de odio (Ein Volk, Ein Reich, Ein Führer!) al discrepante, al que no se somete, a quien no piensa igual, proyecto que en los ochenta lanzó un tal Jordi Pujol, el padre putativo de la patria catalana que luego se demostró un ladrón, y que consintieron todos los presidentes de los gobiernos de la democracia. El chorizo Pujol como perfecta metáfora del prusés.
Confieso que Rajoy me dejó frío cuando, pasadas las 9 de la noche, anunció las medidas adoptadas por el Consejo de Ministros del viernes noche. ¿Primera reacción? El Gobierno había aprobado el 155 e inmediatamente lo había suspendido: elecciones autonómicas en Cataluña el 21 de diciembre. ¿Por qué tantas prisas? El desconcierto era general incluso entre diputados y senadores del PP, confusión que aumentó de grado cuando el personal constató el entusiasmo del intrépido camarada Ferreras casi jaleando a Rajoy en La Sexta. Sí, cierto, la decisión tenía y tiene algunos puntos fuertes, el primero de los cuales es el factor sorpresa, un golpe inesperado que coge a los indepes, siempre tan interesados en votar con la boca pequeña, a la luna de Valencia. Por primera vez en mucho tiempo el Gobierno Rajoy toma la iniciativa en Cataluña con una medida de irreprochable corte democrático: que hablen las urnas. Que decidan los ciudadanos catalanes. Pero, ¿es bueno ir tan pronto a elecciones? ¿No es un poco jugárselo a la ruleta? ¿No es asumir un riesgo innecesario?
La fuerza del factor sorpresa
No sé lo que pensarán en el PSOE, porque uno no se ha bañado nunca en esa charca, pero en Ciudadanos se mostraban ayer más que satisfechos con la decisión del presidente. Porque el votante constitucionalista está más movilizado que nunca, situación que contrasta con la previsible desmotivación de no poco voto independentista, abrasado al comprobar el coste de la aventura a la que les ha conducido Puchi & Co. El comentado factor sorpresa obliga a los líderes golpistas a correr cual pollo sin cabeza, mientras los tribunales de justicia les sientan en el banquillo acusados de graves delitos. El paradigma catalán ha cambiado. La espiral del silencio se ha roto. La calle ya no es suya, como hoy volveremos a comprobar en Barcelona en la gran manifestación convocada por Sociedad Civil Catalana (SCC). Cabe desearle a Mariano que no se arrugue, que por una vez se mantenga firme hasta el final. Valga en su honor la milonga de Jacinto Chiclana: “Entre las cosas hay una / De la que no se arrepiente / Nadie en la tierra. Esa cosa / Es haber sido valiente”.
Considera Albert Rivera que hubiera resultado mucho más peligroso convocar elecciones dentro de 10 o 12 meses. ¿Cómo hubiera soportado esa interinidad el Parlament catalán bajo la égida de la reina regente Sorayita? ¿Cuál no hubiera sido el desgaste constitucional de tamaño interregno? “Ha sido Ciudadanos quien ha exigido la fecha más próxima posible, cosa que no ha entendido la mayor parte del PP. Era la mejor opción de las disponibles”. La intrépida Arrimadas sabía lo que decía cuando, en la tarde del viernes, tuiteó el siguiente mensaje: “salgamos a votar en masa en las próximas elecciones para recuperar la democracia, las instituciones y el futuro de nuestros hijos”. Ojalá acierten. Ojalá acertemos.