Opinión

Conversaciones en la Catedral

La apuesta de Macron no tiene traducción al lenguaje de la política parlamentaria que le enfrenta al colapso

  • Bayrou y Macron. -


En 1969, cuando Mario Vargas Llosa escribía grandes novelas y no había alcanzado todavía la categoría de farandulero aristocrático, nos fascinó a todos con un libro durísimo titulado “Conversación en La Catedral”. Una historia sobre el mundo en que habitaba un estudiante ya en la edad madura, Santiago Zavala, donde se recogía una pregunta que se haría célebre: “¿Cuándo se jodió el Perú, Zavalita?”. La supuesta catedral peruana no era más que una taberna con un portón antiguo al modo de los viejos edificios religiosos. Lo traigo a capítulo porque la reinaguración del Notre Dame de Paris me evocó aquel texto que imagino ya debe estar perdido en la memoria de algún lector cancelado.

Hay espacios que el tiempo transfigura. Imaginar una catedral del medievo convertida en lugar de cita de los poderosos es algo que ni siquiera Napoleón consiguió cuando se hizo coronar emperador. En política nada se improvisa y cuando sucede algo en apariencia sorprendente no es más que una señal de que no hemos entendido bien las realidades cambiantes y hacemos el ridículo.

El más ramplón de los ridículos es el de no tomarnos en serio una cita donde hemos sido llamados en calidad de invitados de excepción. Pasma oír que un ministro de Cultura no fue a París porque tenía entradas para el circo y que al Rey no le daba tiempo para ensayar los discursos que debía pronunciar en Italia. No hay en España institución, desde el Gobierno a la Casa Real, que no tenga a su servicio un nutrido grupo de asesores (en el caso del Presidente del Gobierno y adláteres, exactamente 780 al coste), y un Estado responsable debería preguntarse cómo nadie fue capaz de advertir el resbalón que los dejó a los pies de los caballos.

Como aquí no se estilan los caballos sino animales más recios, buenos para ser uncidos, nadie llevará las cosas a sus últimas consecuencias. Las tendrá y apenas nos enteraremos de ello. Como nuestra memoria es la de las moscas ya nadie recuerda cuando el inefable Zapatero se mantuvo sentado y enfurruñado ante la bandera de los EEUU. Un ciudadano puede y en ocasiones hasta debe manifestar su opinión frente a los protocolos, pero lo que haga un aspirante a líder lo pagaremos todos; él es más que un culo de mal asiento. De ahí deviene que alguien ose gritarle a un presidente en ejercicio “que mueva el culo”; inquietante no tanto por la vulgaridad sino por lo que supone de complicidad entre chalanes.

Si alguno de los ínclitos anónimos de las asesorías se hubiera percatado de que el ya prácticamente nuevo señor del Primer Mundo, Donald Trump, había decidido aceptar la invitación de Macron e iría a París, quizá para despedirse de la Unión Europea, y mostrar que no hay otras fronteras que las que él quiera marcar, de haberlo sabido, digo, los circos hubieran colgado el cartel de “No hay entradas”, y las pantallas de ensayo oratorio se clausurarían un par de días. La embajada de España en París es el vehículo por el que obligatoriamente han de pasar las invitaciones oficiales. Da la malhadada casualidad de que el embajador es Victorio Redondo Baldrich, quien antes ocupó cargo de responsabilidad en Presidencia del Gobierno (2018-2020). Algo debió de opinar para tan significativas ausencias; peor aún si se limitó a cursarla.

Dos días después del mayor atentado terrorista que conoció España, el 11-M del 2004, las instituciones francesas con su Primer Ministro a la cabeza, Jean-Pierre Raffarin, celebraron un Requien multitudinario en Notre Dame en homenaje a nuestras víctimas. Esa memoria achiclada que mastican los gobiernos, tiene citas ineludibles y la reconstrucción exitosa del edificio más simbólico de París era una de ellas. Porque la historia pesa, no es un chicle. Bastaba la convocatoria de Macron y la asistencia de Trump y su mecenas Elon Musk, rodeado de una treintena de poderosos (hasta Zelenski abandonó el frente), para valorar el territorio secularizado. Los nuevos dioses reinventan el Olimpo y son agnósticos por naturaleza. Entiendo que el Papa Francisco no se dignara asistir; basta que hable en latín su cardenal delegado. Era una misa de Estado en la que los asistentes se recompalmean y fraternurian, como un paradógico homenaje a Julio Cortázar que dibujó su Rayuela en París.

En un país centralizado para bien desde hace siglos, hoy agotado y casi en almoneda, la apuesta de Macron no tiene traducción al lenguaje de la política parlamentaria que le enfrenta al colapso

Macron, un presidente luchando por sobrevivir a sus artilugios de político profesional, consigue la que sin duda será la joya de su corona republicana: reconstruir en cinco años, con un presupuesto ajustado en 800 millones, una catedral devastada que nos retrotrae al siglo XIII. El sueño cumplido de un narciso con su punto de megalomanía. Lo que no logra en la política lo consigue en un monumento secularizado que representa el Poder y la Tradición. En un país centralizado para bien desde hace siglos, hoy agotado y casi en almoneda, la apuesta de Macron no tiene traducción al lenguaje de la política parlamentaria que le enfrenta al colapso. Un consuelo que no le servirá de mucho, salvo para un pie de página en la historia.

Eso y decir “estoy vivo y cumplo”, algo insólito en la política; no por lo del vivir sino en lo del cumplir, tratándose de un tribuno que dice y se desdice, que miente y discursea, que se equivoca y no asume sus fracasos. Como muchos, pero ahí queda el cumplimiento al que todos pronosticaban que tampoco esta vez consumaría. Habrá que pensar que los asesores de Donald Trump son bastante más avispados que nuestros expertos institucionales del “todo a cien”. Que aterrizara en París para asentar su poder en un lugar y en un momento tan crítico para los europeos como inquietante para los suyos, es una jugada maestra, reconozcámoslo. En un Notre Dame reconstruido, de un gótico limpio del polvo de los siglos, y de la calefacción (leña y carbón) que le pusieron en el XIX. En una sociedad francesa asustada de sí misma, endeudada hasta las cachas, como todas, ahí es donde aterrizó Trump en su condición de cónsul de un Imperio que puja por mantenerse, víctima también de su megalomanía.

¡Es la historia, idiota! Si no has entendido nada y necesitas que venga un magnate avasallador e ignorante como Donald Trump para explicártelo, es señal de que tenemos la sensibilidad política de los elefantes. Ahora que los paquidermos están prohibidos en nuestros circos habrá que complacernos en que se exhiban nuestros representantes institucionales. Volver a La Catedral-Taberna sin la posibilidad de hacernos la pregunta de Zavalita sobre cuándo se jodió el Perú.    

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