Sólo recuerdo dos profesionales de la nómina pública que durante años hayan lucido arrollado al cuello, lloviera o venteara, el pañuelo palestino. Uno de ellos –y el primero en cuestión— es el alcalde de Marinaleda, aquel polvorilla inteligente al que, en los años todavía difíciles, venían a homenajear a domicilio gente tan acreditada como mi admirado Joan Manuel Serrat. ¡Ah, Marinaleda, embrionaria esperanza del “paraíso proletario”, nuevo San Petersburgo sin crucero Potemkin y con la Guardia Civil ojo avizor, en el que él reinó en plan zar tantos años! Y el otro era –mucho más tarde, cuando ya de la pelea no quedaba más que el runrún partidista—un sindicalista más o menos sobrevenido que había hecho de ese atuendo incierto símbolo del neoantisemitismo y que, tras trabajar un año en Cataluña, se acomodó en UGT escalando hasta el domo sin cesar hasta suceder a Cándido Méndez.
Los sindicatos llamados “de clase” jugaron un relevante papel durante la Transición y, luego, hasta el día de hoy, a pesar de los no escasos obstáculos que fueron lastimando su prestigio, ya por despedir a un empleado que denunció la corrupción interna, ya por su radical seguidismo del poder que en cada momento disponía del Presupuesto. Y hasta el día de hoy, cuando ya ese Pep Álvarez sustituye ese hipocorístico catalán por el José María original de su bautismo en Asturias.
Bien, pues aquellos respetos bien ganados están hoy más bien decaídos, acaso por no haber atendido la denuncia del trabajador despedido, hasta el punto de que, en una sentencia reciente, acaban de condenar a la cabeza de UGT andaluza a no sé cuántos años de cárcel y a indemnizar al erario con ¡50 millones de euros! a cuenta de los que, en realidad, habría malversado la organización. Y no fue Pep o José María Álvarez el réprobo sancionado, desde luego, pero sí el responsable máximo ante el que inclina la cabeza desde el primero hasta el último de sus miembros militantes. ¡Los dineros de la llamada “concertación social” dilapidados en fiestorros o afanados sin más por el cajero sin que en la cima de la jerarquía se oiga siquiera una mínima disculpa!
¿No decían los más optimistas que ya habíamos tocado fondo y que no cabían más descalabros que el que supone la imagen de un presidente del Gobierno escapando fugitivo entre escoltas?
Bueno, pues eso es lo que tenemos, cuando vemos a Pep Álvarez –hoy proverbial escudero en el feudo sanchista— investido como largo brazo del Gobierno para negociar con el prófugo que nos teledirige desde Waterloo algo tan indelegable como es la reducción de la jornada de trabajo. Sin decir esta boca es mía tras la tremenda sentencia que acaba de descalificar a su sindicato, por supuesto, pero sobre todo sin la menor posibilidad de legitimar ese papel mediador que, a pesar de todo, le encomienda este Gobierno a la deriva. ¿Es que cabe negociar con un presunto (pero obvio) delincuente los atascos del Legislativo, es que cualquiera puede representar al Gobierno y tomar decisiones que son propias y exclusivas del Congreso? Pues por lo visto sí, aunque está por ver si el injustificable intermediario lucirá por ahí fuera el atuendo palestino o si renunciará a él para evitar mayores malentendidos.
¿No decían los más optimistas que ya habíamos tocado fondo y que no cabían más descalabros que el que supone la imagen de un presidente del Gobierno escapando fugitivo entre escoltas? Pues a la vista queda que no, como queda patente en el aire el disparate, que ya va siendo habitual, de confiar las funciones más altas y complejas lo mismo a un legado sin la menor experiencia que a un líder sindical que apenas habrá currado un año en el mercado laboral antes de acogerse a sagrado en el hoy tan maltratado templo de la religión sindical.
Claro que no es el papel del impropio intermediario lo que más debería escandalizar a la opinión, sino la imagen de un Gobierno que, sin inmutarse, delega --por decirlo de algún modo-- en el primer vasallo que pasaba por allí el inconcebible cometido de negociar con un forajido lo que está destinado a ser texto legal en la jungla del trabajo. Confiemos en que, al menos, en la inevitable foto de ese encuentro mostrenco, el extraño nuncio pose sin la kufiya heredada de Yaser Arafat. El de Marinaleda, por su parte, hace tiempo que pasea de paisano sus ocios de jubileta.