Los meteorólogos de la tele, tan optimistas ellos, tan saltarín alguno, tan capaces de explicarnos que un meteorito nos va a caer encima sin perder ni un átomo de su sonrisa, coinciden todos en que el año que acaba de empezar lo hace con media España sepultada por lo que llaman “nieblas persistentes”. Conozco eso desde que era niño. En invierno, los enormes barbechos helados de Castilla y las parameras de León parecen desproporcionar fantasmalmente su tamaño a causa de la niebla, que no se disipa casi nunca y que, cuando levanta, parece que lo hace nada más que para coger fuerzas; al cabo de unas horas, se agarra de nuevo a los relejes con su panza de burro ensopado. Con toda su capacidad de desorientación. Con toda su amarga melancolía.
Yo asocio la niebla a la melancolía, no puedo evitarlo. Más que al miedo –que también– o al desconcierto, para mí la niebla es la que trae la tristeza, y al revés. Perdonen un ejemplo doméstico que a lo mejor alguno comprende bien. En mi familia, las fiestas de diciembre estuvieron siempre asociadas a la salsa rosa que mi madre hacia nada más que dos veces al año: en Nochebuena y en Nochevieja. Aquel era un ungüento prodigioso con el que se aliñaban las gambas y los langostinos. Yo no he probado en mi vida nada que se le parezca, ni de lejos. Tan riquísima era que, cuando me vine a vivir a Madrid, le pedí a mi madre la receta para intentarla yo.
Mamá me miró con aquella sonrisa que quería decir: “Pero adónde te crees tú que vas, pobre insensato”. Insistí. Volví a insistir muchas veces, porque ella recelaba, remoloneaba, me daba largas o cambiaba de conversación. Hasta que logré, por puro asedio medieval, que me dictara la fórmula sagrada, que yo anoté cuidadosamente en un cuadernito.
Pues me mintió. Como lo oyen. Mi madre me engañó. Ya sé que eso no se le hace a un hijo, pero fue lo que hizo. Intenté la salsa rosa, aquí en casa, como cincuenta veces. Fracasé en todas. Estaba bien pero no era igual, no sabía igual. Al principio pensé, como es lógico, que algún error andaba yo cometiendo. Pero, ensayo tras ensayo, frustración tras frustración, acabé por rendirme a lo evidente: la receta estaba mal.
Mi madre puso la cara de inocencia que pone Putin cuando le preguntan por el envenenamiento de Litvinenko: “¿Yo? ¿Yo? No sé de qué me hablas”. Pero para mí aquello era una cuestión de orgullo culinario, que es uno de los peores que hay. Así que, después de días enteros de ruegos, súplicas, amenazas y hasta intentos de soborno, mamá cedió:
–Quema antes el coñac, so bobo –suspiró–, y déjame en paz de una vez.
Al primer intento, una salsa rosa perfecta. Repito: perfecta.
Todo teñido de gris
Pero mamá ya no está. En la pasada Nochebuena, mi adorada Ana –la mujer de mi hermano– puso salsa rosa con los langostinos. Nadie dijo nada. Nos comimos aquello con el más cariñoso de nuestros disimulos. Pero yo sentí inmediatamente que a mi corazón le iba rodeando la niebla.
Lo peor de esa niebla que se te cuela dentro es que no sabes cuánto va a durar, como pasa con la de los campos invernizos. Ni por qué está ahí, qué ha pasado para que de pronto todo se haya vuelto frío, amargo como el sabor del óxido; largo y tan grande, tan incomprensiblemente grande, que no encuentras la manera de espantar esas hebras de pesadumbre que parecen treparlo todo, teñirlo todo de gris, volverlo todo apenas respirable.
Fíjense si no. A pesar de las lucecitas navideñas y del festivo gentío que trota por las calles, la niebla está ahí, acecha ahí, persistente como dicen los chicos de la tele. Ejemplos es lo que sobra. Dentro de veinte días, Sauron va a tomar posesión de la presidencia de EE UU y ninguno de nosotros puede hacer nada, como sucede con la niebla; y todos estamos en peligro, lo sepamos o no, lo reconozcamos o no, porque la niebla no te deja ver y no sabes lo que espera más allá de tres pasos.
Vaticinan que la extrema derecha seguirá creciendo en nuestro país, quizá poco a poco, a pesar de los esfuerzos que hacen sus líderes para arañarse la cara unos a otros y estorbarse todo lo posible, loados sean los Cielos
La televisión pública, que nos trata como a niños a los que hay que engañar para que abran la boca y traguen lo que se les da, nos anuncia –esas sonrisas, ese maternal tono de voz– que a partir de hoy se acaban las tonterías y que los precios de las cosas más básicas volverán a agarrarnos por la garganta. A todos, pero con especial saña a los más pobres. Eso es la niebla, la inexorable niebla que te rodea sin que puedas evitarlo, por más que los locutores y presentadores se esfuercen –ay, esas sonrisas– en convencernos de que es algodón de azúcar, que no tiene importancia y que es pasajero. Mienten. No lo es. Cómo se nota que en este año no habrá elecciones, salvo que a Sánchez acaben de sacarlo de su madriguera los mercaderes del templo.
Todos los indicadores salvo el CIS –pero el CIS no es un indicador, es la carta a los Reyes Magos– vaticinan que la extrema derecha seguirá creciendo en nuestro país, quizá poco a poco, a pesar de los esfuerzos que hacen sus líderes para arañarse la cara unos a otros y estorbarse todo lo posible, loados sean los Cielos. Esa es la más peligrosa de las nieblas, porque como nos llegue a la altura del cuello, como les está pasando ya a otros, acabará con todo lo que hemos vivido, lo que hemos creído y en lo que hemos confiado desde que tenemos memoria.
Niebla triste, niebla desabrida y pegajosa, niebla extenuante, es la conciencia de que en este año, nos pongamos como nos pongamos, va a continuar el insufrible desfile cotidiano de los personajes más aburridos y fatigosos que nos ha tocado padecer en mucho tiempo: el puñetero novio de Ayuso, la novia del novio de Ayuso, el Yago que los maneja a los dos, el tal Aldama –este hombre es el epígono de Belén Esteban en la política de ahora, que es peor que Sálvame–, el pertinaz Ábalos, el contumaz Koldo, el capataz Tellado, el interfaz García Ortiz y por ahí seguido hasta meternos corriendo en casa y cerrar con llave por dentro, a ver si así logramos que la jodía niebla se quede fuera y podamos respirar un poco…
Palabras que no significan nada
Niebla es lo que mustia los ojos al ver cómo una voceante compaña de gente de cierta edad, que piden en Valencia la dimisión de Carlos Mazón, sujetan una vistosa pancarta en la que le llaman asesino y criminal. Todo porque desapareció de la circulación, en el peor momento posible, durante dos o tres horas, él sabrá lo que estaba haciendo. ¿Eso es ser un asesino? No; eso quiere decir que hay palabras que ya no significan nada, que en otro tiempo fueron el peor de los agravios pero que ahora se le lanzan a cualquiera por cualquier cosa. Eso es desacreditar la intención de la manifestación –que este hombre dimita– y desde luego a los manifestantes.
Niebla, sí, niebla persistente es lo que nos rodea de tal modo que ya no sabemos dónde estamos, aunque nos esforcemos en aparentar que sí. Qué cansancio, por Dios.
Pero no, se acabó. Está decidido: en la próxima Nochebuena, la salsa rosa la hago yo, que soy el único que tiene la fórmula de la poción mágica.
Hasta entonces, feliz año nuevo a todos.
logowa4117
01/01/2025 10:11
Incluya entre los personajes "aburridos y fatigosos que nos ha tocado padecer" a un tal Algorri, cada día más insoportable.