Opinión

Nacionalismo y violencia

Si la bandera que un grupo de muchachos colocó en un aula de su colegio de Mallorca no hubiera sido la española, sino la catalana, o la vasca, o la checa, o la nepalí, no habría habido noticia

  • Miembros del CDR Girona colocan una foto de Pere Aragonès en un contenedor junto a la bandera de España / Europa Press

Necesitamos una identidad. Sin ella no somos nada, no somos nadie. Hay quien se complace resignado en su insignificancia, es verdad, pero otros buscan la pertenencia a un ente que los identifique, un signo que los acerque a unos y los distancie de otros, que los encasille en un grupo, si puede ser de élite, en un club, en una categoría.

Dos de las tres primeras señas de identidad de los individuos no son elegibles: el lugar de origen y la edad. Ambos estigmas acompañan siempre. La tercera, el oficio, se puede elegir.  Sigue naciendo gente, sin embargo, que no alcanzará profesiones reservadas a quienes vieron la luz en familias acomodadas. Ingenieros, médicos, jueces y grandes empresarios se distancian de los demás por su quehacer. Con frecuencia se les cita por su oficio. La costumbre no se extiende a funcionarios, ni a profesores, ni a filólogos, ni a enfermeros, ni a carpinteros. En profesiones elitistas la identidad es tan propia que les gusta hablar de sí mismos y de sus logros. Su ego destaca en la vida social. Otros profesionales tienen un reconocimiento más moderado.

Cuando el individuo no tiene una profesión de relevancia o, aun teniéndola, ha fracasado en ella, prefiere proyectar en sus hijos los acomodos sociales que ellos no tuvieron. En busca de la identidad de la que carecen aprovechan cualquier momento para magnificar las virtudes de sus vástagos, lo bien que van en sus estudios, la profesión que han conseguido, los logros que han alcanzado…

Si el equipo contrata a un jugador excepcional, dirá algo así como “hemos fichado a Ronaldo”. Y se apropia del provecho sin haber intervenido

¿Y qué pasa si los hijos no han superado la posición de los padres? Pues hay que buscarse otra cosa. Se adhiere entonces a un club de algo, y se recrea con su pertenencia, aunque solo sea ficticia. Ser seguidor del Real Madrid no exige cuota alguna, solo propagar en alto una adhesión incondicional. Los seguidores de un club de fútbol disfrutan de sus éxitos como propios. Si el equipo contrata a un jugador excepcional, dirá algo así como “hemos fichado a Ronaldo”. Y se apropia del provecho sin haber intervenido. Su identificación con los jugadores lo atrae tanto que se siente amigo de ellos, los adora como pequeños dioses, salvo si cambian de equipo. Y si gana su club, pasará una noche feliz, y si no gana lo envolverá la tristeza.

Pero hay gente a la que no le gusta el futbol, ni los deportes, ni el Betis, ni Rafa Nadal ni disfruta con los éxitos deportivos de nadie. Le queda hacerse nacionalista y considerar que ellos, los que comparten ideología secesionista, a falta de profesión, de hijos perspicaces o de club de fútbol, son los mejores del mundo.

¿Qué corre por esas mentes que consideran un éxito deportivo como una victoria bélica? Cuesta entender ese sentimiento nacional tan enraizado en un corazón airado

Las fronteras son artificiales. Marruecos mantiene un contencioso con el Sahara. Se lo ha apropiado y ha conseguido que su amigo Sánchez lo reconozca, no sabemos bien a cambio de qué.

Toda frontera tiene un trazado bastardo, resultado de disputas y empujones hasta conseguir una paz más o menos estable. Por eso son inestables, susceptibles de ser modificadas, pero las de África fueron trazadas por colonizadores desde Europa, sin mirar la realidad, sin respetar las etnias, sin consultar a los interesados. Los marroquíes que emigraron para abrirse camino en Bélgica festejaron la primera victoria sobre sus conciudadanos no con unas cervezas, pues no beben, ni con un baile tipo sardana, pues no lo practican, ni con afiladas voces victoriosas, sino extremando el rechazo hacia los vencidos en una batalla con la policía. ¿Qué corre por esas mentes que consideran un éxito deportivo como una victoria bélica? Cuesta entender esa identificación tan retorcida, ese sentimiento nacional tan enraizado en un corazón airado.

La cara más desagradable de la identidad de un pueblo es el nacionalismo mal entendido, el que crece manipulado por reiterados mensajes de desprecio al vecino. De la misma manera una consigna machacona sugiere que catalanes, valencianos o isleños de Baleares no son españoles con el fin de generar un sentimiento inexplicable de desprecio. Si la bandera que se puso en un aula de un colegio de Mallorca no hubiera sido la española, sino la catalana, o la vasca, o la checa, o la nepalí, no habría habido noticia. Pero fue la española, que es la que más ofende a quienes faltos de oficio destacado, de hijos listos o de club de fútbol prefieren identificarse con su singularidad nacionalista de desprecio a sus compatriotas no nacionalistas.

          

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