Permítanme que me aparte de lo político y me fume una pipa junto a ustedes para transmitirles lo que he pensado este fin de semana viendo las calles brillantemente iluminadas por las luces navideñas, y a tanta gente yendo de aquí para allá con paquetes y cara de que se les escapa el último tren de Katanga. Tengo la impresión de que alrededor del Nacimiento de Jesús se ha creado un mundo de cosas materiales, tantas, que producen angustia en las personas. Hay que comprar mucho, y si careces de dinero se hace a crédito, se pide prestado, lo que sea, porque no hay que regatear nada. Imaginen: regalos pagados a precios excesivos que, a lo mejor, no le gustan al destinatario. De hecho, el ticket regalo es imprescindible porque rara vez se acierta. Añado que dichos presentes son de una vulgaridad total: la consabida corbata, los calcetines, los diferentes perfumes y colonias, cualquier chuchería, todo menos libros, a no ser los de alguna pelandrusca televisiva o los de autoayuda de los que líbrenos el Señor. Hay comida en exceso, muchísima, que ya no se suele preparar en las cocinas de la casa porque es mejor comprarla hecha y pagar dos, tres, diez veces más de lo que vale, total, para que acabe en el cubo de la basura tras rondar por la nevera días. Existe también el drama de juntarse con gente perfectamente prescindible a la que no ves durante el resto del año y, si no tuvieras que verla nunca más, mejor.
Perdónenme por ponerme serio – algunos piensen que también aguafiestas – pero ¿qué tiene que ver todo esto con la llegada del Hijo de Dios a la Tierra? ¿Cómo se compadece un acontecimiento que viene a traernos la luz en medio de la oscuridad, a devolvernos la esperanza en nosotros mismos y en la humanidad, que nos empapa de inocencia, de aquel amor infantil y puro que todos hemos sentido? ¿Qué son las comidas, los regalos, la fiesta pagana que es lo que en realidad celebramos, al lado de Jesús sonriendo en el pesebre, sabiendo que esos mismos que ahora le adoran han de crucificarlo y renegar de Él? ¿A nadie le inspira esto un momento de recogimiento acerca de la condición humana? ¿Tan grande es el callo que el materialismo nos ha hecho en el alma que nos ha impermeabilizado respecto al significado que tiene que Dios, sabedor de la imponencia de su imagen, haya decidido enviarnos a su hijo, a un niño, como muestra de amor puro? Más allá incluso de los creyentes que acudirán a la Misa del Gallo, de los que participan de la visión cristiana de estos días, ¿no hay nada en el ser humano moderno que le mueva a plantearse lo que subyace en la Navidad? Da igual que unos digan que el nacimiento de Jesús se inspira en el de Mitra, de origen iranio, o que las navidades son un remedo de las fiestas Saturnales romanas. No hablo de religión. Hablo de parar un momento el apresurado reloj de nuestra vida basada en lo fungible que desdeña por miedo, seguramente, lo eterno. ¿Por qué no dedicar un tiempo estas fiestas a meditar acerca de un niño que viene a ofrecer la redención por el amor, un niño que, cuando sea hombre, dirá que nos amemos los unos a los otros, un niño que asegurará que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos, un niño que, en fin, será crucificado y cuando esté a punto de desprenderse de su cuerpo mortal dará una última muestra de amor diciendo “Padre, perdónalos porque no saben lo que se hacen”? Yo quisiera que estas cosas ocupasen nuestras vidas todo el año y que debatiésemos acerca de cómo ser mejores, más útiles, más compasivos, más fraternales. Pero si eso no puede ser posible, me gustaría que en estos días que ya llaman a nuestras puertas pudiéramos pensar, siquiera un instante, en el amor, en cuanto de él damos a los demás y de si será suficiente o no. Gracias y perdonen por la digresión. Mañana volveré con las miserias de siempre, pero hoy precisaba urgentemente de un baño de Luz. La Luz de Cristo.