Opinión

La silenciada emigración de los nuestros

Médicos, ingenieros, recepcionistas de hotel, soldadores o conductores de autobús ganan mucho más en el extranjero por hacer el mismo trabajo que aquí y, probablemente, durante menos horas

  • Uno de los cayucos llegados a Canarias en los últimos meses -

En las discusiones sobre la inmigración ilegal, nunca falta quien intente zanjar el tema recurriendo al manido “nosotros también fuimos emigrantes”.  Y aunque es cierto, tal afirmación no se ajusta a la realidad, que radica en un tiempo verbal; en este caso, el presente de indicativo del verbo ser: nosotros somos emigrantes, pues en los últimos años cientos de miles de españoles se han ido al extranjero. Sin embargo, y por lo que sea, este tema no interesa a la gente de izquierdas, no vaya a ser que  tengan que plantearse que, quizá, nuestra economía no es tan progresista como nos cuentan.

Mientras expulsamos a lo mejor de nuestra juventud, importamos inmigrantes sin cualificación que no hablan nuestra lengua, no comparten nuestra cultura y profesan una religión incompatible con el modo de vida occidental

El año pasado, una investigación de la Fundación BBVA y el IVIE desveló que, en 2022, la pérdida de capital humano por la emigración española supuso una pérdida de más de 150.000 millones de €. ¡Más de 150.000 millones de euros! En su momento, la prensa se hizo eco de este estudio, pero habitualmente apenas trata el asunto. Yo misma —que no soy periodista, sino columnista de opinión— he escrito mucho sobre la inmigración de los otros, creo que esta es la primera vez que lo hago sobre la emigración de los nuestros: quien más, quien menos, tiene una hija, un primo, un sobrino, una hermana o un vecino que, harto de precariedad, ha acabado emigrando. Y mientras expulsamos a lo mejor de nuestra juventud, importamos inmigrantes sin cualificación que no hablan nuestra lengua, no comparten nuestra cultura y profesan una religión incompatible con el modo de vida occidental. Pero hablar de esto es bulo, fango y peligrosa desinformación que merecería ser censurada.

Un joven español que emigre a Europa ganará más con cualquier curro básico allí que aquí trabajando de lo suyo. Y ese primer empleo le servirá para tomar contacto, y en cuanto se haya hecho a sus nuevas circunstancias, no tardará mucho en encontrar un trabajo mejor que, a su vez, le servirá de trampolín para el siguiente: por alguna extraña razón, fuera de España quien tiene ganas de trabajar, prospera. Lo malo es que, con cada nuevo ascenso, regresar se irá volviendo más difícil.  La familia, los amigos y el Spanish way of life tiran mucho, sí, pero ¿volver a donde los sueldos son bajos y la vivienda, un lujo para ricos? ¿Hacer las maletas para regresar a la precariedad?

Nunca he entendido por qué en España se paga tan mal. La respuesta de los economistas suele ser no sé qué de la productividad, pero médicos, ingenieros, recepcionistas de hotel, soldadores o conductores de autobús ganan mucho más en el extranjero por hacer el mismo trabajo que aquí y, probablemente, durante menos horas.  Que todos sabemos que muchos jefes españoles esperan que sus empleados hagan horas extras gratis como si fueran a heredar la empresa. Pero no todos los empresarios son explotadores igual que no todos los hombres son violadores; también el Estado —y especialmente con este gobierno— se lleva su parte del pastel y ejerce una gran presión burocrática y fiscal sobre empresas y rentas del trabajo.

Tenemos un gobierno elefantiásico, pero a ninguno de sus miembros —tampoco a la oposición— se le ocurre que eliminar los impuestos a la primera vivienda ayudaría mucho

En cuanto a la vivienda, está muy cara en todas las grandes ciudades europeas, en eso España no es una excepción. Pero aquí se utilizó la pandemia para experimentar políticas de la Agenda 2030 —no tendrás nada y serás feliz—e ir cargando sobre los contribuyentes lo que hasta entonces habían sido obligaciones del Estado. Así, y a requerimiento de Podemos, Sánchez aprobó el Real Decreto 11/2020 con la excusa de ayudar a los más desfavorecidos. Pero hace dos años que acabó la pandemia y el RD se sigue prorrogando, se sigue vulnerabilizando a gran parte de la población y obligando a los propietarios a ser los servicios sociales de quienes no pueden —o no quieren— pagar un alquiler. Si yo quisiera ir aboliendo la propiedad privada poco a poco, no haría nada distinto de lo que está haciendo el gobierno.

La laxitud con los okupas y con los inquilinos que dejan de pagar ha restringido la oferta inmobiliaria; y quienes aún se atreven a poner su propiedad en alquiler exigen cada vez más requisitos a sus inquilinos, lo que, lógicamente, encarece los precios. Tenemos un gobierno elefantiásico, pero a ninguno de sus miembros —tampoco a la oposición— se le ocurre que eliminar los impuestos a la primera vivienda ayudaría mucho. Por el contrario, algunos ministros nos dicen que hay que regular todavía más los alquileres; es decir: quieren que el precio suba todavía más. Y, ante semejante panorama kafkiano, los mejores españoles emigran. Otros, como Curro Machuca, montan el Sindicato de Inquilinas e Inquilinos en Málaga, que en junio propuso que se despenalice la ocupación  (A partir de 1:20)  hasta que  el Estado pueda ofrecer  viviendas sociales.

Mientras, en Canarias no dan abasto a agasajar a mocetones africanos y hasta sirios y pakistaníes, somos la meca —y nunca mejor dicho— de la inmigración ilegal. Por fortuna, al fin Pedro Sánchez ha vuelto de sus interminables vacaciones. Y morenísimo cual Lola Flores tras un verano en Marbella, nos ha prometido más impuestos, más tercer mundo y menos Lamborghinis.

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