A estas alturas ya tenemos todos bastante claro que esta “nueva normalidad” es, como dice mi admirado Joan Francesc Pont, la normalidad de antes (si es que a lo que pasaba antes de puede llamársele normalidad) pero con mascarilla, y eso en el mejor de los casos, que no son todos ni mucho menos. Ni siquiera la mayoría.
No van a cambiar ni la despreocupación ni el egoísmo. El virus está ahí, sigue ahí, pero una espeluznante cantidad de gente se comporta como si fuese una mala pesadilla de la que ya hemos despertado, y ahora nos da la risa. O peor aún: imitamos, está claro que sin saberlo, a los del Decamerón de Boccaccio; nos avecindamos con la peste como si todo fuese una lotería, como si estuviésemos seguros de que les va a tocar a los demás pero a nosotros no, como si hubiésemos asumido que todos hemos de morir y que, así las cosas, lo mejor es que nos pille bebiendo. El viejo carpe diem pero repintado de negro. A fin de cuentas, si algo luce cualquier calavera es una sonrisa.
Todos los días se producen brotes, infecciones nuevas, contagios perfectamente evitables aquí y allá. Hospitales. Asilos (ahora ya no se llaman así, pero es lo que siguen siendo). Centros de trabajo. Y fiestas, fiestas, fiestas por todas partes; fiestas que las autoridades cubren de advertencias inútiles o prohíben con la boca pequeña porque necesitamos el turismo, sí, pero sobre todo porque ya vale, coño, ya está bien, habrá que divertirse un poco, que esto no es vida.
Ahora no hay noche sin los borrachos de guardia a las cinco de la mañana, sin las risas, sin las peleas o sin las hordas de adolescentes que zigzaguean hasta el alba entonando canciones de cogorza
Mi calle, en el centro de Madrid, ha recuperado –multiplicado, más bien– su habitual estrépito nocturno, que antes comenzaba los jueves y amainaba los domingos. Después de tres meses de silencio cartujo, ahora no hay noche sin los borrachos de guardia a las cinco de la mañana, sin las risas, sin las peleas o sin las hordas de adolescentes que, en vez de estarse en casa con sus respectivas y abnegadas madres, zigzaguean hasta el alba voceando las mismas canciones de cogorza que ya voceábamos, en situaciones parecidas, sus abuelos: Serrat, Rocío Jurado, Camilo VI, Sabina. Al repertorio habitual se ha unido, yo creo que calamitosamente, el Resistiré del Dúo Dinámico. Pero qué vais a resistir, panda de gaznápiros, qué vais a resistir, si vais de izquierda a derecha empujando las paredes hasta que uno se para a vomitar. En fin, eso no ha cambiado ni va a cambiar.
Han cambiado los anuncios, que ahora son de un bondadoso y de un cariñoso que a veces estomaga un poco, pero la televisión no ha cambiado ni lo más mínimo. Belén Esteban sigue ahí, impertérrita, inexorable desde el siglo pasado, invariable y repintada como la tarasca de las fiestas de mi pueblo, al frente de la troupe de vagos de Sálvame. Ahora se ha dado cuenta alguno de que la simpleza de las sentencias de esta mujer, la elementalidad de su razonamiento y (por decirlo de una vez) las bobadas que suelta cada vez que abre la boca se parecen bastante a los mensajes de Vox, como si eso fuese una sorpresa, como si los tuiteros y los estrategas de la extrema derecha hubiesen tenido mejor maestra posible.
Difusores de bulos
Pero todo eso está como estaba y va a seguir así. Me río cuando veo que Dios Creador (que no es Dios creador, por más que él crea que sí), en su cadena, entrevista a un esbirro. Les ahorro la consulta al DRAE: “Persona que sigue servilmente a otra por dinero o por interés”, tercera acepción. Un esbirro como hay tantos, da igual su nombre. El Sumo Hacedor le pregunta qué le parece el posible pacto entre el PP y el PSOE para la reconstrucción del país. Y el tipo, sin descomponer la figura lo más mínimo (tiene costumbre), abre la boca y profiere que Casado no pactará absolutamente nada con Sánchez, pero nada de nada, hasta que este no reconozca pública, dolida y arrepentidamente que los muertos por el virus no son veintiocho mil y pico sino 46.000. Como sabía el esbirro, que es más listo que la leche.
El Creador hace una pausa, seguramente porque no se esperaba semejante cosa, y el otro, siempre muy seguro de sí mismo, con la convicción que ponían hace décadas los feriantes que vendían crecepelo en las fiestas de los pueblos, estira el dedo y remacha: “No pactarán nada. Hazme caso, que te lo digo yo”. Y ahí, claro, mi sonrisa se transforma en carcajada, porque este hombre, consumado inventor de bulos, difusor de falsedades y espantajo de almas crédulas, está apoyando su aseveración con lo único que no tiene: su fiabilidad, su prestigio, su credibilidad. Que la realidad lo vaya desmentir cualquier día de estos carece de la menor importancia para él. Ya tiene costumbre. Y así va a seguir. Es su medio de vida.
Otra cosa inmutable, el fútbol. Estamos descubriendo muchas cosas interesantes con el fútbol. Comprobamos que los jugadores lo hacen más o menos igual (de bien o de mal) con los estadios vacíos que con los estadios llenos. Los goles se celebran como antes: abrazos, carreritas a medio trote, despeinados, aunque los únicos que peguen saltos de alegría (futbolistas aparte) sean las treinta o cuarenta personas que hay en las lindes del rectángulo de juego. Si esto es así, ¿qué pasa con el célebre 'factor campo'? ¿En qué se ha quedado el vetusto 'jugador número doce', que era como en el siglo pasado se llamaba al público? ¿Dará lo mismo, en la nueva normalidad, que el Madrid juegue en el Camp Nou o que el Barça juegue en el Bernabéu? Y lo que es más importante: ¿tuvo eso verdadero peso alguna vez? Si Messi o Sergio Ramos o cualquiera de los otros juegan exactamente igual con gente que sin gente en las gradas, como parece suceder ahora, ¿no habrá sido siempre así? ¿No resultará, al final, que juegan y hacen aspavientos para la tele y nada más, como los tentebonetes del Congreso de los Diputados?
La vida es una realidad inmutable, como decía Parménides de Elea, y nuestra existencia se basa en verdades permanentes y eternas, como aseguraba la Escolástica medieval (que, de todas maneras, se fundaba toda entera en un supuesto indemostrable). Si esto es así, que yo empiezo a creerlo al ver todas estas cosas, lo mejor que podemos hacer es retornar a la fidelidad (nunca perdida) del concurso Saber y ganar, que eso sí que es permanente e inalterable como los principios del Movimiento nacional, a los que sin duda precede en varias décadas. Jordi Hurtado y sus concursantes son la prueba fehaciente de que hay cosas que están por encima de la mutabilidad de las acciones humanas, de los cambios generacionales y de la deriva de los continentes. Creo haber detectado que los programas de ahora, en los que alguna vez aparece con gafas de montura roja, están grabados ya durante la pandemia. Pero quién podría asegurarlo. Hay realidades que están más allá del espacio y del… ¡Tiemmpooo!