El verano marca su ritmo inexorablemente. Vuelve uno a sus recuerdos porque el calor, digamos lo que digamos, es el mismo que en el sentimos en el pasado. Con mis amigos Fernando Rodríguez Lafuente y Emilio del Río compartía días atrás la manera en que están clavadas en nuestra memoria aquellas lecturas de verano, y más precisamente durante la siesta. Lecturas que nos descubrían mundos apenas imaginados. Lecturas que se grabarían para siempre en la piel y conseguían cambiar nuestra mirada. En realidad, nos cambiaban como personas, y en la mayoría de los casos a mejor. Cierto, siempre sale uno de un libro mejor de lo que entra. Hay una mirada más realista, pero también soñadora; hay una forma de entender a los demás sin necesidad de leer un tratado sobre la ética de la tolerancia. Suele repetir Emilio que esa etiqueta que le ponen a los libros llamados de autoayuda es una simpleza porque, en realidad, todos, absolutamente todos los libros son de autoayuda. Desde la Biblia al Quijote; desde la Odisea a Juegos de la edad tardía; desde Guerra y paz hasta Ultimas tardes con Teresa. El viaje comienza y nunca termina.
He vuelto este verano a Juan Marsé. En realidad, estoy en plena lectura de su gran novela, en ese punto al que uno no quiere llegar porque sabe que se va acabando. Tengo a Maruja enferma en un hospital, y tengo a Teresa a punto de conocer a Manolo, el Pijoaparte. Puedo recordar cuándo y dónde leí Ultimas tardes con Teresa. Me he acercado a sus relectura -en realidad toda auténtica lectura es relectura- creyendo que el texto había envejecido. Me equivocaba.
Crecen sus personajes, su estructura y sigue siendo un ejemplo la forma en que Marsé concentró el tiempo en un libro de aquella Barcelona de la posguerra y el contraste entre la alta burguesía catalana y los emigrantes. Si hay algo viejo son los progres de entonces, apestan a naftalina tanto como hoy. El único personaje verdadero, o mejor dicho, sincero es el Pijoaparte. Lo demás son apariencias encadenadas toda ellas girando a su alrededor. Teresa extraviada en el salón de baile dominguero, entre tufos de sobaco, pellizcos en las nalgas y zancadillas a su frágil mito de solidaridad. Y al murciano (el Pijoaparte) tendiendo la mano a Teresa por encima del charco enfangado que les separa en el cementerio, bajo la lluvia que amenaza inundar su es la estival y mítica, intangible. Esto es lo que escribe Marsé en una nota imprescindible a la séptima edición de su novela.
El único personaje verdadero, o mejor dicho, sincero es el Pijoaparte. Lo demás son apariencias encadenadas toda ellas girando a su alrededor
Ha querido la casualidad que lea un artículo que Juan Goytisolo escribió en 1993 y que tituló Lectura y relectura y en el que cuenta la insistencia de un funcionario del Ministerio de Cultura por invitarle a un congreso de autores que se iba a celebrar en Lisboa. Se sorprende el autor de Pasajes después de la batalla de que en España hubiera en ese momento cuarenta y cinco escritores. Una nación que cuente en un momento dado de su historia con tres o cuatro escritores llamados a perdurar es una nación sumamente afortunada, afirma Goytisolo. Todo, asegura, del fenomenal equívoco entre lo que es un texto literario y la próspera industria del libro. El libro que sale de esa industria entretiene a un lector pasivo, sale de su conciencia con la misma facilidad con que entra. Tenía y tiene razón. Ignoro lo que este pensaba de Marsé, y quizá a estas alturas importe poco. Importa que el padre de Manolo reyes Pijoaparte, el murciano guapo, audaz, chulo, bronco y violento sea muy probablemente uno de eso tres o cuatro. Su construcción, compleja y tan moderna hoy, huye de aquello que decía André Gide: lo que se comprende en un abrir y cerra de ojos no suele dejar huella.
La novela de Marsé deja esa huella porque no hay momento en el que el lector no fabule con ser el mismo Pijoaparte o la misma Teresa. Estar dentro de la novela, someter la lectura a una intensa lucha cuerpo a cuerpo con el novelista, y creer que tú eres la novela misma, es algo que ha conseguido Cervantes y unos pocos elegidos a los que podemos llamar autores, escritores. Hoy, ha reconocido el propio Marsé, Manolo el Pijoaparte no sería charnego, ni el murciano de la novela, quizá se trataría de alguien del Magreb.
Me refugio durante estos días de canícula en el libro de Marsé. Me espera la aventura de Magallanes contada por Stephan Zweig
Me refugio durante estos días de canícula en el libro de Marsé. Me espera la aventura de Magallanes contada por Stephan Zweig. Ahí, encima de la mesa, están los diarios de Montaigne en la fabulosa edición de Acantilado, siempre abiertos y presentes, como un libro moderno escritos para el siglo que viene. Echo en falta pocas cosas. Y desde luego en ningún momento la lectura de un periódico.
Leí el domingo el último artículo de Jesús Cacho, Periodismo, un oficio en cuidados paliativos, un texto que los padres deberían obligar a leer a un hijo en el momento justo en el que declare que quiere ser eso, periodista. Seguro que será un trabajo digno en algunos casos, pocos creo ya, la verdad. Hemos inventado el periodismo sin fuentes. Hemos expulsado de las redacciones a los más capaces y honrados por viejos y bien pagados, y hemos puesto en los despachos a chusma que quiere hacer pasar el putrefacto aroma de la cuneta ratonera por periodismo de investigación.
Me lo contó hace muchos años el profesor Aníbal Arias, que hoy sería un fascista declarado y devoto de Santa Teresa, pero con las ideas claras de lo que ha de ser un periodista: Noticia es algo que alguien en algún lugar del mundo quiere esconder, el resto es propaganda. Hoy el comisario Villarejo sería un maestro de periodistas capaz, como estamos viendo, de llenar toda la portada de un diario al que quisimos tanto cuando éramos otra cosa. Seguramente cuando éramos gilipollas. Me acuerdo de aquello de Churchill: cambio de partido para no tener que cambiar de ideas. Ojalá pudiera yo decir lo mismo con un periódico de papel. El Pijoaparte sería ahora un periodista de nivel. Por él no pasa el tiempo. Ni pasará. El que lo volvió a leer y a querer, lo sabe.