Cuando los humanos vivíamos en un mundo salvaje y peligroso, la supervivencia dependía, en gran medida, de nuestra capacidad de cooperar. Justo por eso la necesidad de vincularnos con nuestros iguales tiene raíces profundas. Y también por eso las relaciones sociales son, para la mayoría de las personas, una parcela fundamental de la vida.
Entonces, ¿cómo es posible que algunas personas eviten deliberadamente el contacto con los demás si eso puede acabar perjudicándoles? ¿Por qué existe la ansiedad social? ¿Y tiene algo que ver con la timidez?
Arrojar luz sobre estos dos fenómenos, cada día más frecuentes, puede ser muy relevante.
La timidez no es un trastorno mental
La ansiedad social es un trastorno recogido en los manuales diagnósticos que usan los psicólogos y los psiquiatras, como el DSM-5. Quienes la sufren no solo sienten que su cuerpo “se acelera” en situaciones donde podrían ser juzgados, sino que también ocultan denodadamente este malestar por temor a hacer el ridículo.
El caso de la timidez es diferente: se trata de un rasgo bastante estable que impacta con mayor sutileza en la comunicación intra e interpersonal. No se puede considerar un problema de salud mental, aunque a veces también comprometa el modo en que se percibe la propia habilidad para iniciar o mantener relaciones.
Por otro lado, una cosa no lleva a la otra. Las personas tímidas no tienen un riesgo especial de sufrir ansiedad social. Además, suelen ser más comedidas al evaluar las consecuencias que podría tener el hecho de ser rechazadas. Esto minimiza los sesgos cognitivos que con extraordinaria frecuencia perpetúan el problema.
La intensidad de las sensaciones no es igual
Las personas con ansiedad social pueden sentir que su corazón y su respiración se desbocan cuando están inmersas en una de las situaciones que temen, o incluso cuando simplemente la anticipan. Asimismo, pueden proyectar una atención tan intensa hacia sus propias sensaciones corporales que acaban amplificando su intensidad.
De todos los posibles síntomas, los que más suelen preocuparles son el temblor, el sudor y el rubor. Esto es así porque resultan difíciles de ocultar, favoreciendo que otros perciban su incomodidad o nerviosismo. A todo esto se suma la tendencia a criticar su conducta social de forma desproporcionadamente cruel.
En el caso de la timidez, el organismo responde de una manera sustancialmente más leve durante las interacciones. Aunque es posible experimentar cierta incomodidad, o incluso una ligera hiperactivación fisiológica, jamás se alcanzará la magnitud de la ansiedad social. Es por esto que sus consecuencias suelen ser muchísimo más discretas.
El grado en que evitamos situaciones
Como se deduce de lo anterior, la exposición a la crítica o al rechazo hace que las personas con ansiedad social experimenten emociones profundamente adversas (miedo, tristeza, etc.). Como consecuencia directa, se esforzarán mucho por evitarlas en el futuro, erradicándolas como si fueran algo inaceptable de sí mismas.
Esta evitación experiencial implica una engañosa y cortoplacista sensación de alivio, pues impide afrontar lo que se teme y cuestionar (a través de la práctica) las creencias negativas que se ostentan sobre uno mismo. Además, va nutriendo expectativas oscuras sobre qué podría ocurrir en caso de intentarlo.
La suma de estos procesos hace que la persona con ansiedad social se adentre en dinámicas difíciles de resolver y que pueden requerir el acompañamiento de un profesional de la salud. No es sencillo identificarlas, reconocerlas ni atajarlas. Esto es algo que no ocurre, afortunadamente, en quienes simplemente son tímidos.
El origen de los síntomas
Mientras que la timidez es un rasgo cuyo origen resulta bastante difuso, en la ansiedad social es común encontrar momentos muy concretos que pudieron servir como detonantes. Se trata de vivencias que pudieron hacer que la persona cuestionara su propia valía o que se viera dañada su autoestima.
La adolescencia es, sin duda, el periodo de mayor vulnerabilidad para la irrupción de los primeros síntomas ansiosos. No en vano, cuando se revisa la biografía de quienes los sufren es frecuente comprobar que vivieron esta etapa con miedo al rechazo de los iguales, o que atestiguaron en sus carnes situaciones de humillación y agravio.
No obstante, no podemos olvidar que todos somos susceptibles de padecer ansiedad social, con independencia de nuestra edad y circunstancias. Sufrirla no significa en absoluto que seamos menos válidos, y por suerte existen tratamientos psicológicos eficaces para abordarla con éxito.
La perturbación del día a día
La ansiedad social impacta profundamente en la cotidianidad, especialmente cuando “obliga” a renunciar a cosas que antaño fueron valiosas. El efecto acumulativo de estas pérdidas aumenta la probabilidad de que surjan sentimientos de tristeza, o de que incluso evolucionen hasta la depresión mayor.
La ansiedad social también puede entorpecer la capacidad de concentración, al convivir con preocupaciones sobre el futuro y con rumiaciones sobre el pasado. Esto reduce dramáticamente el desempeño en áreas importantes (académica, laboral, etc.) y socava gravemente la calidad de vida.
En resumen, la ansiedad social es un problema relevante de salud mental, mientras que la timidez es una forma legítima de percibirnos y de actuar en el marco de nuestras relaciones sociales. Diferenciarlas es clave para conocernos mejor y para saber cuándo es recomendable buscar ayuda.
Joaquín Mateu Mollá, Doctor en Psicología Clínica. Director del Máster en Gerontología y Atención Centrada en la Persona (Universidad Internacional de Valencia), Universidad Internacional de Valencia.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.