También era agosto, pero del año 1984. Encerrado en Madrid, el librero y editor Manuel Arroyo-Stephens se sentó a escribir Pisando ceniza, un libro que hace las veces de espejo y homenaje, un legajo que le tomó más de treinta años completar y que publicó en 2015 en Turner, ese sello elegante, de catálogo culto, clásico y rompedor, que él mismo fundó y que este domingo se ha quedado huérfano tras la conocer la noticia de su muerte.
Este libro es como quien lo ha escrito: una criatura híbrida, jalonada por una pulsión humanista y una curiosidad vital portentosa. Pisando ceniza tiene tantos narradores como episodios de la vida de quien cuenta: un joven librero que vende volúmenes prohibidos en el Madrid de los setenta, el editor que acompaña al poeta José Bergamín a bordo de un descapotable amarillo para seguir al torero Rafael de Paula -del que el propio Arroyo se convirtió en apoderado-, pero también un niño, un joven…
Entre la novela y la autobiografía, Pisando ceniza es una fiesta y una catarsis, una forma de poner en orden cosas que jamás lo estarán. Quizá por eso el mayor miedo de Manuel Arroyo Stephens era que le desordenaran los recuerdos. Tiene algo de ironía y belleza que haya comenzado escribir aquel libro un mes de agosto, ese mes crepuscular. Era su homenaje a unos cuantos amigos que quiso y a los que celebró contando sus historias, al mismo tiempo que daba forma a las suyas.
Carmen Martín Gaite fue una de las primeras en leer Región luciente, uno de los seis relatos que componen el libro. Lo animó a seguir. Tuvieron que pasar treinta años para completar media docena de historias unidas entre sí por la muerte. Sabía descubrir, porque sabía rescatar. Por algo se hizo mánager de Chavela Vargas y fue capaz de crear una editorial capaz de mezclar la vanguardia y lo clásico. Lo que irrumpe y lo que permanece.