Cultura

Por una Navidad sin regalos

Las Navidades ya han dejado de consistir en recibir regalos para consistir, fundamentalmente, en hacerlos

  • Regalos de Navidad

Vivo ahora esa época vital poco gratificante, casi desagradable, en la que las Navidades ya han dejado de consistir en recibir regalos para consistir, fundamentalmente, en hacerlos. Terminada la carrera universitaria, iniciada la vida laboral, familiares, amigos y conocidos esperan de uno que tenga un detalle con ellos. Esperan "que se acuerde", significando "acordarse" exactamente lo mismo que "estirarse" y "regalar". Antes, hace dos o tres años, yo no me compraba la camisa que me gustaba para que mi padre pudiese regalármela en Navidad. Ahora tampoco la compro, pero por otro motivo: para poder regalársela yo a mi padre sin que mis ahorros se vean amenazados. Las cosas han cambiado, y no me atrevería a decir que lo hayan hecho para bien.

Las exigencias de M., además, agravan el problema. Si por mí fuese, a mis amigos no les regalaría más que mi presencia y a mis familiares ―a los cercanos, se entiende― les regalaría un detalle, uno baratito, sin pasarse. Pero ella ni comparte mis intenciones ni me permite realizarlas. Aun siendo mi novia, quizá precisamente por serlo, considera que mi presencia es a veces más una condena que otra cosa y asegura que un regalo que no puede envolverse ―una persona, una presencia, una compañía humana― no es un regalo en absoluto. Aunque desearía responderle que un perro tampoco puede envolverse y que es sin embargo un regalo idóneo para cualquier insensato que quiera una mascota, termina disuadiéndome de hacerlo su mirada inquisitiva, esa mirada inquisitiva que helaría la sangre de cualquiera y que inflama la mía. Si M. dice que hay que hacer regalos empaquetables, yo me muerdo la lengua y acato, porque M. siempre dice y hace lo que es pertinente decir y hacer.

Navidad: ruina y regalos

M. estima necesario que les regale algo a mis padres, a mi hermana, a mi abuela, a mis tíos, a mis amigos, a mis conocidos, a mis saludados. De hecho, el otro día, en uno de sus arrebatos de generosidad, me dijo que debería tener un detalle con la portera de mi edificio. Empiezo a sospechar que quiere que le regale cosas a todo el mundo salvo a ella, que es mi novia. Aplaude cuando el destinatario del obsequio es cualquiera de las personas que habita el orbe y tuerce el gesto cuando el destinatario es ella. Me dice entonces que no hace falta, que no intente compensar mis deméritos con regalos, que conoce perfectamente ese truquito de trilero de garrafón. El resultado es que me gasto el dinero en los regalos de todo el mundo y también en los suyos, porque cómo no regalarle nada a ella siendo ella mi novia, cómo escatimar en mi pareja lo que invierto en los demás. Por momentos, lo confieso, querría que M. fuese un poco más egoísta, que me exigiese regalos para sí y se despreocupase de los del resto; eso sería, sin duda, mucho más económico.

Intuyo lo que estará pensando el lector de Vozpópuli mientras lee este titubeo. Conozco bien todo lo que se ha escrito sobre los regalos, conozco las razones de su importancia. Son, lo sé, una buena forma de decirle a otra persona que nos importa, de mostrarle nuestro afecto, de expresarle nuestra gratitud. Sé también que nuestra cotidianidad está hecha de regalos: el abrazo de un amigo, ese árbol vestido de ocre que va desnudándose poco a poco más allá de nuestra ventana, el saludo de la portera con la que nos resistimos a tener un detallito. Son regalos que se nos conceden y que podrían no concedérsenos, regalos sin los cuales este vergel que habitamos sería poco más que un páramo inhóspito.

Todo eso lo sé, claro que lo sé. Pero es ver cómo los números de mi cuenta bancaria se aproximan al cero, cómo se le insinúan, cómo flirtean con él, cómo lo acarician casi, y alinearme de pronto con todos los agoreros que predican las maldades del consumismo navideño. Es ver eso y entregarme al placentero juego de imaginar una Navidad más austera, una en la que el afecto se mostrase con besos, brindis y sonrisas más que con regalos, una en la que los centros comerciales cerrasen por falta de trabajo. Es ver eso, lo confieso, y desear de improviso una Navidad en la que yo no necesitara gastarme el dinero que no tengo para expresar el amor que me sobra.

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