Prisión de Berlín Moabbit, diciembre de 1944. Albrecht Haushofer, hijo del profesor Karl Haushofer, influyente personaje en el III Reich que llegó a ser consejero personal de Rudolf Hess, sabe que va a morir. Ocultista, como su padre, fue uno de quienes aconsejaron a Hess el viaje a Inglaterra para intentar llegar a un acuerdo de paz con los círculos británicos pro nazis. Desengañado del régimen, el joven Haushofer se pasó a la resistencia contra Hitler. Tras el atentado de Von Stauffenberg, la policía nazi lo detuvo, dando con sus huesos en aquel presidio del que difícilmente se salía con vida. Antes de su asesinato a manos de las SS en mayo de 1945 en la Invalidenstrasse, junto a sus camaradas Klaus Bonhoeffer y Rüdiger Schleicher, escribió en la terrible soledad de su celda los mundialmente conocidos Moabitter Sonete, ochenta sonetos cargados con la peculiar lucidez que da la certeza de tu próxima muerte.
En ellos se percibe claramente al intelectual que, fascinado por el ritual pagano del nacional socialismo, acaba dándose cuenta del horror que se escondía tras las marchas con antorchas, la apelación a la raza, al Volk, al destino histórico de Alemania. Era, recordémoslo, un ocultista avezado al igual que su padre, que acabó suicidándose según el ritual japonés del Seppuku. Conocía los entresijos del nebuloso universo de creencias en lo sobrenatural que animaba a dirigentes como Hess o Himmler, ese submundo integrado por la Thule, la Ahnenerbe, el castillo de Wewelsburg y todo un conjunto de creencias que no podían conducir a otra parte que no fuese a Auschwitz y la Shoah. Esto concede una especial relevancia al soneto que reproduzco traducido del alemán: “El destino había hablado por mi padre, de él dependía una vez más rechazar al demonio en su mazmorra. Mi padre rompió el sello, no sintió el aliento del maligno y dejó al demonio suelto por el mundo”.
Este retazo vivo de nuestra historia como europeos debería hacernos reflexionar acerca de lo que sucede cuando una parte de la sociedad se cree superior a la otra y, ante la debilidad de los líderes democráticos, despliega sus alas de soberbia y destrucción. Porque lo que acontece en Cataluña, igual que otras partes del viejo continente, no es más que el renacimiento de esa siniestra ave fénix del supremacismo, solo que ahora lo presentan bajo la capa de un supuesto pacifismo democrático que difícilmente puede engañar a quien conozca la historia y como, a través de ella, se arrastra secularmente la serpiente del mal, de lo perverso. Los políticos actuales, que niegan lo espiritual en público para entregarse privadamente a todo tipo de mancias, especulaciones esotéricas, o a la adhesión a ciertas asociaciones ritualistas de la mano izquierda, no quieren calibrar lo que significan los fuegos de la otra noche en Barcelona. Nos esconden el terrible simbolismo de ese fuego destructor, el fuego de Agni, que no sirve para iluminar sino para arrasar, para destruir, para eliminar un orden social con la única finalidad de sustituirlo por otro infinitamente mucho más oscuro, terrible, inhumano.
La revolución de las sonrisas se ha quitado la careta y hemos visto a mujeres golpeadas, a policías apaleados, a la masa arrasando con todo en pos de la consigna mágica de sus dirigentes
El mérito de Winston Churchill fue reconocer al maligno y plantarle cara con una valentía que jamás podremos agradecerle lo suficiente aquellos que defendemos los valores de la democracia, la libertad y la luz, la luz verdadera, la que emana de una biblioteca y no de una hoguera callejera. Lo digo claramente: el separatismo no es solo un problema político o de orden público. Voy más allá y lo inserto en la ola rugiente de totalitarismo que se abate sobre occidente desde Rusia, desde los neonazis alemanes, austríacos, húngaros, polacos, desde el integrismo islámico, desde los nacionalismos violentos, desde el protofascismo italiano. La revolución de las sonrisas se ha quitado la careta y hemos visto a mujeres golpeadas, a policías apaleados, a la masa arrasando con todo en pos de la consigna mágica de sus dirigentes. Porque el sentimiento separatista ha sido siempre, y ahora más que nunca, un pensamiento mágico, del tipo que denunciaron en su día Pauwels y Bergier, el que no atiende a más razones que su utopía macabra y distorsionada. Ese fuego que portan es el del odio y no hay más que ver sus rostros, sus miradas, para comprobarlo. Pretender hacerles frente con palabras o inacciones suicidas es igual de criminal que las tesis de Chamberlain en Múnich.
Se ha roto el sello, y dependerá de los responsables políticos saber calibrar el colosal envite que se le plantea a la democracia en la hora presente. Mucho me temo, por desgracia, que este instante crítico no disponemos de ningún Churchill. Escuchen a Sánchez, a Calvo o a Ábalos y me comprenderán.