Esta misma semana saltaba la noticia: el défit de las administraciones españolas para 2015 se disparaba, desviándose en 10.000 millones de euros. Del 4,2% previsto, pasaba a un alarmante 5,23%, ello a pesar del notable crecimiento económico y de que la contención del déficit era el objetivo primordial del gobierno de Mariano Rajoy. La compulsión de los políticos a gastar tampoco ha sido neutralizada por esa ley de estabilidad presupuestaria, que algunos pretenden derogar. ¿Para qué, si no se cumple? Lo advirtió Benito Pérez Galdós: "así están las leyes, arrinconadas como trastos viejos cuando perjudican a los que las han hecho".
El déficit excesivo no es un problema económico sino político. No se resuelve subiendo impuestos. La recaudación siempre será insuficiente porque, ante un aumento de ingresos, los gobernantes reaccionan... gastando todavía más. La clase política se alimenta del dispendio creciente, con él mantiene las redes clientelares, compra votos presentes con dinero de contribuyentes futuros, multiplica los órganos de la administración para colocar a los afines y favorece a los amigotes que pagan jugosas comisiones.
La ausencia de mecanismos de control sobre el poder es la viga maestra que sostiene el déficit y la deuda
La ausencia de mecanismos de control sobre el poder -no nominales sino reales y eficaces-, la falta de contrapesos que neutralicen la inclinación a gastar por encima de nuestras posibilidades, es la viga maestra que sostiene el déficit y la deuda. Los problemas de España, como el enorme despilfarro del dinero público y muchos otros, no estriban en que nuestros dirigentes sean ignorantes y egoístas, que también, sino en que puedan actúar con absoluta discrecionalidad, sin ningún tipo de supervisión ni respeto a regla alguna. Este caos institucional es consustancial al Régimen de la Transición.
El mito de la Transición y el tabú
Nos han contado que la Transición española fue un proceso ejemplar. Un rey y unos políticos heroicos, valientes y bienintencionados, promulgaron una Constitución que superaba definitivamente los conflictos entre españoles y abría un nuevo horizonte de libertad y prosperidad. Una historia épica y bella a partes iguales, quizá demasiado para creerla tal cual. Cuando los relatos abundan en alabanzas y parabienes, sin crítica alguna, lo mejor es mostrarse escéptico. Tan elogiosa crónica es más propaganda que fiel reflejo de la realidad. De hecho, el relato de la Transición constituye un mito fundacional, un género justificador del actual régimen político, que narra exhaustivamente sus supuestas virtudes, pero ignora sus sombras.
Algunos defienden aun la Carta Magna de 1978 de manera vehemente, atribuyendo el actual desquiciamiento institucional a aquellos gobernantes que la violentaron, degradaron, retorcieron o pervirtieron: “la idea era buena pero fue incorrectamente aplicada”. Incluso califican como nihilistas y fatalistas a quienes se atreven a cuestionarla. De hecho, se llega a asociar la crítica a intereses desestabilizadores o, cuando menos, se tacha de irresponsable a quien, sin saberlo, "hace el caldo gordo a la extrema izquierda y al nacionalismo radical".
Puede que en su día hubiera motivos más o menos razonables para cerrar filas. Sin embargo, bien entrado el siglo XXI, tan airadas reacciones contra los disidentes sólo pueden entenderse por un cierto celo generacional, comparable al que mostraban los abuelos (¿cómo se atreven a hablar de la guerra quienes no combatieron en ella?), o, más probablemente, por el miedo a perder alguna ventaja o posición heredada de la Transición. Sea como fuere, con su intransigencia, su cerrazón, estos personajes causan mucho mal. Dejan a merced del totalitarismo populista un vasto terreno de juego, el de la crítica, del que –a la vista está- obtiene grandes réditos. Y condenan a España a un inmovilismo tan estúpido como letal.
Mal que nos pese -y a los autores de este artículo nos pesa-, no hay demasiado que celebrar en una Constitución de torpe factura y escasa eficacia, incapaz de establecer una estructura institucional equilibrada y fiable. Si queremos salir del actual bucle, en el que la parálisis o la repetición de viejos errores parecen ser el único horizonte, hay que juzgar la Constitución desapasionadamente, no por sus propósitos retóricos y casi literarios, sino por su eficacia; es decir, por los resultados. Y lo cierto es que se ha mostrado incapaz de impedir el abuso y la arbitrariedad. Garantizó el voto, sí, pero no estableció apropiadamente el complejo sistema de contrapesos, controles y equilibrios que caracterizan a una verdadera democracia, barreras imprescindibles para poner frenos y límites al ejercicio del poder. Alumbró un sistema autonómico caótico, completamente abierto, con rumbo y destino desconocidos, al albur de componendas e intercambios de favores entre partidos, una descentralización descontrolada que ha fomentado el despilfarro, la corrupción y, en última instancia, el secesionismo.
La degeneración política que arrastramos proviene de la ausencia de crítica y la nula voluntad para subsanar las deficiencias
Con todo, conviene matizar. El problema fundamental de la España actual no se encuentra en los errores de la Transición; al fin y al cabo nada es perfecto. La degeneración política que arrastramos proviene, más bien, de la ausencia de crítica y la nula voluntad para subsanar las deficiencias. De la contumacia del sostenella y no enmendalla. El rumbo podía haberse enderezado cuando surgieron las primeras alarmas, como la violación flagrante de la Constitución a raíz del arranque de la autonomía de Andalucía en 1980, o el affaire Alonso Puerta, expulsado fulminantemente de su partido y desposeído de su acta de concejal en 1981, por denunciar la corrupción sistémica en el Ayuntamiento de Madrid. Pero nunca hubo propósito de la enmienda: no existió discusión, ni crítica, ni apertura de miras. Sólo silencio y conformismo. Los beneficiarios del nuevo statu quo blindaron el relato oficial, y por ende el sistema. La Transición, la Constitución, el Régimen del 78, el Proceso Autonómico, el papel del Rey, dejaron de ser hechos susceptibles de análisis y revisión para convertirse en mitos intocables; rebasaron la historia para entrar en la leyenda. En definitiva, adquirieron el carácter de dogmas. Y como tales, fueron protegidos de la crítica por un terrible tabú.
Manipulación de masas
El Régimen no sólo evitó la libre expresión pública de cualquier crítica que cuestionara la verdad revelada, sino que desarrolló procesos de manipulación colectiva que neutralizaron tales pensamientos. Es decir, censuró directamente, sí, pero sobre todo fomentó la autocensura. Se utilizaron los medios de comunicación para repetir incesantemente mentiras o medias verdades, que acabaron instalándose acríticamente en la mente del “consumidor”. Se utilizó la televisión para atrofiar la capacidad de abstracción, sustituyendo el razonamiento elaborado por una visión superficial, fomentando así esa actitud perezosa, pasiva y acomodaticia que hoy es tan familiar.
También se usaron sutiles métodos para reprimir el pensamiento crítico, creando códigos de lenguaje, palabras de uso obligado y palabras prohibidas, con las que distinguir a creyentes de herejes. El pensamiento políticamente correcto animaba a cada sujeto a denunciar, insultar o vilipendiar al disidente blasfemo, a quien osara vulnerar el tabú. Ningún ciudadano, menos aún intelectuales e informadores, debía poner en cuestión el Sistema, denunciar la arbitrariedad o la corrupción generalizada. De hacerlo, serían tachados de antidemócratas, y recibirían reprobación, exclusión social y profesional. Se impulsó así una espiral de silencio, un proceso en el que los individuos, temerosos de verse segregados, fueron adhiriéndose a las creencias mayoritarias. El miedo irracional se propagó y muchos renunciaron a su propio juicio o se cuidaron mucho de hacerlo público: "eso es verdad, pero no se puede decir".
Romper el tabú no es nihilismo sino un ejercicio de valor y responsabilidad
No saldremos de la actual encrucijada mientras no caigan los mitos y no se rompan los tabúes, mientras el pensamiento crítico y racional no se abra paso para proponer y discutir las imprescindibles reformas que superen el actual régimen de acceso restringido y conduzcan a un sistema de libre acceso. Reformar es transformar las instituciones para que cobren rigor e imparcialidad. Cambiar las reglas del juego por otras más claras, justas y sencillas, garantizando que todos, incluso los poderosos, se atendrán a ellas. Retirar las barreras que impiden la participación de muchos y entorpecen la libre competencia. Abrir las instituciones para eliminar el monopolio del poder, la connivencia entre políticos y conocidos “empresarios”, el reparto de beneficios no competitivos y el intercambio de favores. No se equivoquen: no es posible una auténtica reforma económica sin una profunda, meditada y decidida reforma política.
También es imprescindible superar el mito que equipara descentralización a democracia, romper el tabú de las autonomías
También es imprescindible superar el mito que equipara descentralización a democracia, romper el tabú de las autonomías. Admitir el completo fracaso de un modelo autonómico que no responde a las necesidades de los ciudadanos sino a intereses de caciques y oligarquías locales. Reformar es redistribuir competencias atendiendo a criterios de eficiencia y economía, en beneficio del usuario y del contribuyente.
Pero para todo ello hace falta un cambio de actitud, abrir la mente, superar los miedos irracionales. Liberar el pensamiento crítico implica valentía y pundonor; honradez y generosidad; responsabilidad y compromiso. Valores que, desgraciadamente, han escaseado en la España de las últimas décadas.