Opinión

¿La 'Tangentopoli' del PP?

También Giulio Andreotti y Bettino Craxi juraron no saber nada de los dineros que entraban irregularmente en sus respectivos partidos

  • Ricardo Costa, con chaqueta azul, detrás de Álvaro Pérez, con un polo rosa, en la Audiencia Nacional.

Este es el año judicial del PP. La confesión de Ricardo Costa, señalando que el partido “se financiaba con dinero negro”, cae en el peor momento. No solo el asunto catalán tiene maniatados y hundidos a los de Rajoy, sino que las encuestas de intención de voto auguran una caída histórica. Y el ex secretario general del PP valenciano canta justo cuando los populares querían recuperar la iniciativa para plantar cara a Ciudadanos, el máximo beneficiado de la desilusión que corre por las filas del centro-derecha. Es más: precisamente la declaración de Costa se produce el día en que el Presidente contesta en Onda Cero que intentará “repetir como candidato”.

En la Italia de los años noventa se acuñó el término Tangentopoli para designar la forma de corrupción basada en pagos (tangenti) a cambio de conseguir contratos, obras públicas, subvenciones y tratos de favor. El dinero se repartía entre los socialistas y los democristianos. No es nuevo. En la Cataluña de los Pujol y el 3% el caso fue peor: no era solo robar a través de un sistema reglado, sino de imponer una ideología única que les hiciera impunes en las urnas.

Hay que confesar que en la República de los ocho segundos la Tangentopoli fue (es) mucho más sofisticada que en Italia, cuya torpeza en tramas corruptas es equiparable a la del PSOE en Andalucía. No son casos aislados o descoordinados, sino un auténtico sistema recaudatorio con el que se alimenta una organización y que decide políticas públicas.

Casualmente, Ricardo Costa canta el mismo día en el que Rajoy da muestras de debilidad en Onda Cero declarando que ‘intentará’ repetir como candidato

En el país mediterráneo, un pequeño grupo de magistrados, los Mani pulite (Manos Limpias), pusieron al descubierto toda la trama entre 1992 y 1994. Todo estalló cuando fue detenido Mario Chiesa, un don nadie que se había embolsado su novena comisión. En cuanto pisó prisión pidió auxilio a sus políticos, quienes dejaron a Don Tancredo como una donna è mobile. Al sentirse solo, Chiesa creyó que también sería él sólo quien pagara, y empezó a cantar cual Pavarotti. Cayeron empresarios y políticos del PSI y de la Democracia Cristiana. En total, 1.233 condenas y 429 absoluciones, entre ellas la de Silvio Berlusconi.

La consecuencia política de todo aquello, tras las movilizaciones y la campaña que exigía “regeneración”, fue el fin del viejo sistema de partidos, de los gobiernos de coalición, y la aparición de fórmulas políticas nuevas. La solución no fue gratificante. El gobierno de Berlusconi aprobó en julio de 1994 el llamado “decreto salvaladrones”, que libraba de la cárcel a los que habían cometido delitos de corrupción, fraude, abuso de poder y financiación ilegal. El país sobrevivió gracias a la resistencia de su economía y al empuje de la sociedad civil, pero aún no se han repuesto de aquello.

Mariano Rajoy no es Giulio Andreotti, el líder de la DC italiana, ni Bettino Craxi, el jefe del PSI, quienes urdieron Tangentopoli, pero tampoco puede repetir los errores de aquella época. En aquel entonces, los dirigentes políticos señalados contestaban que no sabían nada de la corrupción, de aquellas manos que entraban en los bolsillos privados y públicos para financiar su vida y la de su partido. Negaban conocer a la gente implicada, y menos el haber tenido reuniones o conversaciones. El mantra que se repetía era eso que tanto hemos oído: “Respetaremos las decisiones judiciales”. No podía ser menos, pero sí podía ser más.

La corrupción supuso en Italia el fin del viejo sistema de partidos, de los gobiernos de coalición, y la aparición de fórmulas políticas nuevas

La inacción de los cuadros del DC y del PSI, su silencio y espera, acabó con sus siglas. Partidos históricos que había gobernado el país transalpino desde inicios del siglo XX, que se habían opuesto, mal que bien, a la dictadura fascista, que habían echado a un rey golpista e instaurado una república moderna y próspera, se despedían con más vergüenza que gloria. Ni siquiera resucitó el viejo PCI, ese que hoy a Alberto Garzón le parece traidor por “eurocomunista”; esto es, por apostar por la democracia frente a la dictadura del proletariado desde 1956.

La corrupción de la oligarquía, como ya escribieron nuestros clásicos, como Macías Picavea o Joaquín Costa, no es la destructora de regímenes, sino la demostración de que están clamando por una renovación desde los pilares. Pero la solución, si es que hay tiempo, no puede ser la que proponían aquellos, ese “cirujano de hierro” que a todos nos repugna, ni a la italiana de tirar del mantel para luego poner los mismos platos. Si hay cambio de partidos, o de dirigentes, que haya también justicia y cambio de política. No nos vaya a pasar aquello que escribió Salvador de Madariaga: después de tanto tiempo templando la guitarra, no nos han salido más que gallos.

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