Opinión

Estado de Derecho y eficiencia: en las antípodas progresistas

La completa ignorancia de la eficiencia económica que caracteriza a este gobierno restringe el crecimiento de la renta per cápita y no pone freno al despilfarro del gasto público

  • La vicepresidenta primera del Gobierno y ministra de Asuntos Económicos, Nadia Calviño (i), y la ministra de Hacienda, María Jesús Montero.

Con el paso del tiempo, las fuerzas políticas progresistas españolas, antaño revolucionarias y declaradas enemigas de la democracia burguesa y del libre mercado, fueron evolucionando –“a la fuerza ahorcan”– hasta aceptar a regañadientes ambas instituciones; eso sí, pervirtiéndolas y deformándolas, hasta extremos cada vez más preocupantes. En mucho menor grado en tiempos de Felipe González, y de manera mucho más ostensible y hasta ostentosa con Zapatero y Sánchez, la relación del progresismo patrio con el orden político y económico civilizados está resultando cada vez más aciaga, como veremos.

En el ámbito político, a la izquierda española siempre se le llenó la boca de “democracia” –a su “siniestra” manera- pero muy excepcionalmente de Estado de Derecho, hasta el punto de despreciarlo, cuando resulta ser la institución esencial e imprescindible de un orden político civilizado.

Los padres de la emblemática democracia americana, posiblemente la más importante generación de sabios filósofos políticos de la historia, junto con los de la Grecia de Pericles, apenas utilizaron la palabra democracia en sus escritos que, sin embargo, trataban con reiteración y profundidad de la libertad y de la ley en un Estado de Derecho con clara separación de poderes.

Aristóteles ya condenaba la clase de gobierno en el que “el pueblo impera y no la ley”, así como aquel en que “todo viene determinado por el voto de la mayoría y no por la ley”. “Cuando el gobierno está fuera de las leyes, no existe estado libre, ya que la ley debe ser suprema con respecto a todas las cosas”.

Para el progresista Rousseau, la democracia consistía, sin embargo,  en la elección asamblearia de gobiernos con un poder omnímodo que no tienen por qué respetar las leyes del pasado -solo existen las leyes que se dan los vivos, sostenía junto a Voltaire- mientras que la separación de poderes: legislativo, ejecutivo y judicial carecía de sentido alguno. Un gobierno elegido –mediante el contrato social de la votación- al gusto de Rousseau, además de negar las instituciones de la sociedad civil, tiene las manos libres para sustituir la libertad y la responsabilidad individual por las decisiones del Estado Democrático….totalitario.

Para los progresistas el fin justifica los medios, por tanto carecen de prejuicios formales –igualdad ante y cumplimiento de la ley– mientras  reniegan de las raíces de la civilización  occidental. No se sienten elegidos para gobernar -como en la democracia griega y liberal- sino para cambiar las reglas de juego a su totalitario arbitrio.

“El Estado de Derecho requiere que todas las leyes, además de cumplirse, se conformen con ciertos principios. Si una ley concede al gobierno poder ilimitado para actuar a su gusto y capricho, todas sus acciones serán legales, pero no encajarán dentro del Estado de Derecho”, sostenía Friedrich Hayek.

"Es posible que un gobierno democrático sea totalitario;  el poder de la mayoría, si es ilimitado, resulta esencialmente antiliberal"

El sometimiento del poder legislativo al ejecutivo que caracteriza nuestra democracia;   el asalto político anticonstitucional a la independencia judicial; el incumplimiento de la ley en Cataluña, junto una proliferación legislativa al margen del Estado de Derecho dominan  la política española.

Sostenía Hayek que: “Liberalismo y democracia, aunque compatibles, no son lo mismo. Lo opuesto al liberalismo es el totalitarismo, mientras que lo opuesto de la democracia es el gobierno autoritario. Es posible que un gobierno democrático sea totalitario; el poder de la mayoría, si es ilimitado, resulta esencialmente antiliberal”.

Le han tomado tanto el gusto los progresistas a la democracia, que no pueden vivir sin ella: para ellos es una palabra mágica y como tal remedio infalible para la toma de decisiones de cualquier naturaleza. Se sienten tan creídos y propietarios de ella que la aplican a cualquier cosa, desde la creación de derechos carentes de fundamento, hasta el extremo de concebir la realidad histórica como algo que se puede inventar y establecer democráticamente al gusto del público progre. Y para que no quede duda acerca de su dogma político, desprecian a quienes no están de acuerdo con sus designios con el apelativo de “antidemócratas”, incluyendo entre ellos a todos los filósofos de la verdadera democracia, desde los ignotos griegos que la descubrieron hasta los insignes arquitectos políticos de la democracia liberal, la verdadera. Mientras tanto, el Estado de Derecho, ni lo mentan, pues no forma parte de su vocabulario.

Y si en el orden político España, merced a los gobiernos progresistas –con la pasividad de los gobiernos conservadores–, está cada vez más alejada de un verdadero Estado de Derecho, en materia económica nuestro desempeño cada vez está más retrasado en la senda de la prosperidad.

Las sonrientes ministras de Economía y Trabajo es muy posible que jamás hayan utilizado ni la palabra eficiencia ni el concepto PTF, que están detrás de la pésima evolución del empleo y de la renta per cápita que tanto les divierte

Recientemente, con motivo de la publicación de su último ensayo, Human Development and the Path to Freedom:1870 to the Present (2022), su muy eminente autor Leandro Prados de la Escosura señalaba que: “Nuestro problema es que la eficiencia en España está estancada”, porque la productividad total de los factores (PTF) que la mide hace mucho que no crece. Las sonrientes ministras de Economía y Trabajo es muy posible que jamás hayan utilizado ni la palabra eficiencia ni el concepto PTF, que están detrás de la pésima evolución del empleo y de la renta per cápita que tanto les divierte.

El estancamiento de la eficiencia de nuestra economía es debido a la asignación de recursos a sectores escasos de innovación intensivos en empleos de baja cualificación de la mano de obra, obstáculos a la competencia, subsidios al “amiguismo” y restricciones a la libertad económica y los derechos de propiedad, sostiene Prados de la Escosura.

El Gobierno, sin embargo, no solo ignora por completo la eficiencia de la economía -y así nos va, de mal-; además, tampoco la toma en consideración en el ámbito del gasto público, cuyo enorme y creciente tamaño lo hacen cada vez más insostenible de no mediar una gestión que mejore permanentemente su eficiencia: generar más y mejores servicios públicos con menos recursos relativos.

La completa ignorancia de la eficiencia económica, que caracteriza a este gobierno, restringe el crecimiento de la renta per cápita y no pone freno al despilfarro del gasto público; dos pésimas noticias para la prosperidad de la nación, que hace demasiados años se viene alejando de sus mejores tiempos.

En las próximas elecciones generales se va a dirimir si España prosigue un trayecto, como ahora, cada vez más alejado del Estado de Derecho, mientras la economía y el gasto público funcionan –pésimamente- al margen de la eficiencia; o bien,  recupera su senda seriamente constitucional y afronta su futuro económico -como en nuestro reciente y gran pasado- desde una responsable, necesariamente eficiente, gestión económica.

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