El filósofo judeopolaco y premio Príncipe de Asturias Zygmunt Bauman (1925-2017), tal vez hubiera calificado de ejemplos de pensamiento líquido algunas noticias -algunos hechos o acontecimientos?- de esta pasada semana. Así, en la China gobernada por el mayor partido comunista del mundo, unos estudiantes de ideología marxista fueron detenidos por subversivos.
Aquí, en el Occidente democrático, el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, escribió unos tuits -el ser humano post Gutenberg no lee nunca, pero no para de escribir- escarneciendo a los franceses, y a su Jefe de Estado, porque no pagan la defensa común, y porque no son suficientemente nacionalistas.
Al otro lado del canal de la Mancha (la Manche, la “manga” entre Inglaterra y Francia), la primera ministra británica construye un argumentario para ordenar -¿mandar con orden?- la salida del Reino Unido sosteniendo ahora cosas que no hace tanto tiempo negaba.
Más cerca, el presidente del Gobierno español se pone de acuerdo con el adalid del PP, Pablo Casado, para nombrar el próximo presidente del Tribunal Supremo y del Poder Judicial, sin haberse elegido todavía por los diputados y senadores a aquellos que deben nombrarlo, y a pesar de que uno y otro, el presidente y el adalid, manifestaron que su confianza en el otro no existía. Tanto Pedro Sánchez -bien es verdad que cuando no era presidente del Gobierno- como el programa del PP, sostuvieron que el Consejo del Poder Judicial debería despolitizarse o, más precisamente, liberarlo de la influencia de los partidos políticos para afirmar su independencia.
Ahora sabemos que Putin y sus agitadores cibernéticos influyeron en muchos electores que creyeron que el Reino Unido sería más rico y más libre fuera de la UE
Bauman escribió en su obra más popular: “La cultura líquida moderna (…) se nos aparece como una cultura del desapego, de la discontinuidad y del olvido. La cultura de la modernidad líquida ya no tiene un populacho que ilustrar y ennoblecer, sino clientes que seducir.”
Las sugerencias de Bauman se refieren a la tónica común de las sociedades en estos tiempos de globalización. En mi opinión, la globalización que comienza en los años setenta -cuando se llegó a la distensión entre los bloques del Oeste y del Este- pasó, primero, por la fase de la globalización limitada (1975-1989), después por la globalización sin política (1989-2008), y en la fase actual, cabe definirla como la globalización detenida (2008-…). En otras palabras, el capitalismo financiero se escapó del control político de los Estados democráticos -el rasgo de la fase 1989-2008, entre el fin del comunismo y la gran crisis económica-, y ante eso, el gran malestar creado por la crisis económica y sus consecuencias, ha provocado la vuelta a políticas nacionalistas, proteccionistas, mercantilistas, autárquicas, y todas las versiones antiguas y reaccionarias que creíamos superadas.
Gran Bretaña, el país que hizo frente en solitario a la Alemania nazi, que defendió un orden mundial cosmopolita para vencer a Hitler, que destacó a John M. Keynes para que diseñase un futuro de paz basado en la democracia y el libre comercio, ese mismo país votó en referéndum la negación de esos ideales, decidiendo salirse de la Unión Europea.
Muchos ingleses -pero no la mayoría de los escoceses, irlandeses y galeses- decidieron su voto creyendo que todavía poseían un imperio. El genial Tom Sharpe, en una de sus mejores novelas, caracteriza a un inglés aristócrata y rural, un patán que diríamos nosotros, cuando este pomposo personaje abre la ventana de su mansión y exclama al contemplar el canal de la Mancha: ¡al otro lado estará la India!
¿Podrá Inglaterra sola prosperar convertida en un inmenso Gibraltar, un gigantesco paraíso fiscal, sede de los especuladores y contrabandistas económicos de nuestro tiempo?
A Theresa May, primera ministra del Reino Unido, le ha estallado la bomba de mentiras cuidadosamente acumuladas por su antecesor, David Cameron, y por todos aquellos que encandilaron al electorado con sueños demagógicos de un país que ya no existía en la realidad. Ahora sabemos, además, que Putin y sus agitadores cibernéticos influyeron en muchos electores que creyeron que el Reino Unido sería más rico y más libre sin estar asociado con esas naciones del otro lado del canal.
Se pueden encontrar nuevas realidades del ejemplo del Brexit. En el pasado, un Estado plenamente soberano daba seguridad, incluso para el futuro, a sus ciudadanos. Hoy es al contrario, y un Reino Unido y sus habitantes son la prueba clarísima de esa situación; nadie en ese país sabe lo que pasará mañana. ¿Podrá Inglaterra sola -tal vez sin Escocia- prosperar convertida en un inmenso Gibraltar, un gigantesco paraíso fiscal, sede de los especuladores y contrabandistas económicos de nuestro tiempo? ¿Y qué hace el Partido Laborista, el partido de los trabajadores industriales?
Al otro lado del canal, la Unión Europea aparece como un milagro de unidad, coherencia y compromiso con sus ideales fundacionales. Ha resistido unida el desafío del Brexit. ¡Alegrémonos! Pero la Unión Europea está también en peligro. Hace falta un ideal movilizador: convencer a los europeos, y al mundo, de que la globalización puede ser gobernada en favor de los derechos humanos.