En el balance del ministro Urtasun, última infortunada aportación de la Escuela Diplomática al Gobierno de España, resaltan sobre cualquier otra iniciativa de su gestión dos intentos capitales: la depuración anticolonialista de nuestros museos y la abolición del toreo. A trancas y barrancas la primera, con el paradójico resultado de estimular los aforos la segunda que en la Feria de Sevilla ha superado su record de “No hay billetes”. Viene a sumarse el ministro extremista a la consabida y fracasada tradición antitaurina que incluye desde el padre Mariana a Quevedo y desde Pío Baroja a Azorín, aunque, por alguna razón que no se me alcanza, es Eugenio Nöel la lumbrera que se viene a la boca cada vez que se plantea el tema. Y lo que suele olvidarse cuando se vuelve sobre el asunto es que, junto a esas minervas antitaurinas, también militó a favor de la Fiesta Nacional, a través de los siglos, una respetable colección de indiscutibles talentos, con Goya a la cabeza pero a continuación del delicado Fray Luis, de Cervantes o de García Lorca en una ininterrumpida tradición que no hace tanto explicó con rigores antropológicos el poeta Luis Alberto de Cuenca.
El carnaval de Múnich
El ministro sabrá lo que hace y el presidente lo que consiente, que, al fin y al cabo, uno y otro, como casi nadie ignora, no hacen más que agitar el embeleco para distraer al pueblo soberano de sus problemas reales. El cuento es de nunca acabar y es probable que siga siéndolo incluso si amaina la ya preciosa contribución anual de Manuel Vicent o si a otro versadísimo crítico tan memorioso como Gregorio Morán se le ocurre exhumar --en ese jocundo y demoledor ensayo que es El maestro en el erial-- la figura humana de Ortega y Gasset, el complicado taurino que, ya en sus postrimerías y con seguridad huyendo de ciertas mediocridades, concibió la idea de participar en el carnaval de Múnich con una exhibición castiza en la que, con sus distinguidos chisperos y manolas, habrían de intervenir, junto a él mismo, los diestros Domingo Ortega y Luis Miguel Dominguín. El filósofo sabía que la tradición de un pueblo conserva y transmite algo históricamente más grave que el uso y la costumbre, y aunque ignoro, desde luego, cuál podrá ser la ida que de don José Ortega tengan Urtasun y su jefe, apenas dudo de lo que nuestro primer filósofo, si viviera para contemplar este esperpento, pensaría de ese ministro de Cultura antisistema –consideren la gravedad del oxímoron— y un presidente que tal baila proyectados sobre el telón de fondo de un país en almoneda.
Ortega veía en la fiesta de los toros un vigoroso rasgo del psiquismo nacional y una inmemorial liturgia que ahondaba sus raíces en el magma cultural que, para bien y para mal, nos constituye, y gustaba de ella sin excesos de afición, motivado más por la curiosidad intelectual que por el instinto. Por eso cultivaba sus amistades taurinas y frecuentaba, no sin fascinación, la galaxia mental en que se sostiene la afición de una Fiesta que de ejercicio y demostración aristocráticos pasó a ser patrimonio del pueblo, sin renunciar a mantener nunca, frente a ella, una discreta distancia. Cuando lo presentaron como filósofo a Rafel el Gallo –creo que en una comilona castiza en Lhardy— el torero le adjudicó su tolerante visto bueno con la sentencia más célebre: “¿Filósofo? ¡Hay gente pa to”! En el ministro Urtasun tenemos hoy la mejor prueba de esa desdichada diversidad de la especie humana.