El domingo pasado concluyeron los Cuarenta Días de oración, también llamados Cuarenta Días por la Vida. Quizá ustedes no sepan de qué se trata esto. Es sencillo. Durante 40 días seguidos, grupos de voluntarios (no muchos: de dos o tres hasta una docena) se han reunido, de nueve de la mañana a ocho de la tarde, delante de la puerta de la clínica Dator, de Madrid. Iban a rezar. Mejor dicho: a rezarles, de una manera intimidatoria y perfectamente audible, a todas las mujeres que entraban o salían del consultorio, que es uno de los centros médicos madrileños acreditados para practicar interrupciones voluntarias del embarazo. Daba lo mismo que las mujeres que cruzaban la puerta fuesen pacientes, familiares, amigas de alguien o una mensajera que llevaba un paquete. Los voluntarios rezaban, rezaban y rezaban, y además les hacían preguntas atemorizadoras, obstaculizaban el paso. Cuarenta días seguidos.
A mí estas cosas me producen un enorme desaliento. En diciembre de 1947 se estrenó en España la película Gilda, en la que Rita Hayworth se quitaba un guante de una forma que hoy nos llena de ternura, pero que entonces provocó las iras de los biempensantes y de los devotos. Aquello era lujuria, pecado, puro Satanás. Sucedió exactamente lo mismo que ahora. Gavillas enteras de creyentes, sobre todo señoras, se apostaron ante la puerta del cine (era el Palacio de la Música, de Madrid), rosario en ristre, y se dedicaron a increpar con santa ira a los arriesgados (sobre todo señores) que formaban la cola, porque había una cola de no te menees para ver lo del guante. Muchísima más cola que ahora ante la clínica. Las piadosas damas rezaban a voz en cuello, señalaban y trataban de avergonzar a los espectadores; estaban decididas a impedir que pecasen mortalmente, igual que ha sucedido ahora ante la puerta del centro médico.
Una tragedia para la mujer
Hombre, no irá usted a comparar una película con un aborto, dirá alguno de ustedes. Es verdad, eso no se puede comparar. Al cine va uno porque le gusta; a abortar, jamás. No entro en valoraciones ni morales ni éticas sobre el aborto. Lo que sí afirmo es que es siempre, siempre, una tragedia para la mujer que, por el motivo que sea, tiene que someterse a él.
Pero es también un derecho reconocido por la ley civil. En España y en muchísimos países más. Lo mismo que ir al cine a ver Gilda hace tres cuartos de siglo. En eso sí son comparables una cosa y otra. En eso y en la reacción de esas personas que, amparándose en sus creencias religiosas, no se limitan a no abortar (o a no ver a la Hayworth) sino que hacen cuanto pueden para impedir que otros lo hagan. ¿Que la ley civil lo permite? Eso, para ellos, no tiene ninguna importancia. Porque, en su opinión, la ley civil no vale un pimiento ante la ley de Dios. ¿De qué Dios? Del suyo, naturalmente. De cuál va a ser. Del único verdadero… entre los muchos miles que ha creado el ser humano para dotarse de esperanza y, a la vez, de temor.
Eso es lo que me desalienta tan profundamente. Que estamos otra vez igual. Que no hemos aprendido nada. No me refiero a todos, naturalmente; pero sí a una minoría a la que no tengo el menor duelo en calificar de fanática, lo mismo ahora que en 1947. Esas personas perpetuamente empeñadas en que para todos sea delito lo que para ellos es pecado. Esas personas que se sienten personalmente agredidas cuando alguien, a quien no conocen de nada, hace uso de un derecho reconocido por la ley. La ley civil, la que sí vale para todos, aunque a ellos no les guste.
Hace ya más de 15 años, Jesús, director de la revista en que yo trabajaba entonces, me encargó un reportaje: a qué se la opuesto la Iglesia católica durante las últimas décadas. Qué le ha parecido mal. Yo, impertérrito, le pregunté si quería un reportaje de unas páginas o un libro entero, porque la lista era de escalofrío. Y añadí que, para unas pocas páginas, mejor sería enumerar a qué no se ha opuesto la Iglesia y, con ella, los creyentes más conservadores. Acabaríamos antes.
Que vais a escribir lo que os dé la gana, nos chillaban; que vais a defender a los maricones, que son unos pecadores, que están condenados al infierno todos
Yo estaba en la calle de Alcalá aquel día de junio de 2005 en que varios miles de personas, con el cardenal Rouco Varela a la cabeza (llevaba una curiosa gorra de béisbol, lo recuerdo bien), salieron a manifestarse en contra del matrimonio entre personas del mismo sexo, que estaba a punto de aprobarse. A los periodistas, lo mismo fotógrafos que redactores, nos situaron en una especie de aprisco hecho con cuerdas que iba delante de la pancarta que abría la manifestación. Nos pusieron tibios. A todos. ¿Quiénes, los manifestantes? No, el público que llenaba las aceras. Gente casi toda mayor, de nuevo con una más que obvia mayoría de señoras iracundas. Vendidos. Traidores. Mentirosos. Canallas. De todo nos llamaron pero lo más frecuente, como quizá era de esperar, fue “maricones”. Que vais a escribir lo que os dé la gana, nos chillaban; que vais a defender a los maricones, que son unos pecadores, que están condenados al infierno todos.
Hasta que uno de nosotros, particularmente sofocado, estalló: “¡Señora, que yo soy de La Razón!”. La aludida abrió un momento los ojos, sorprendida, pero reaccionó en un segundo: “¡Pues tú eres el peor de todos! ¡Qué haces aquí, a ver! ¡Tenías que estar en tu trabajo, poniendo verde a Zapatero! ¡Sinvergüenza! ¡Cobarde!”.
El llamado “matrimonio gay” iba a destruir la familia, gritaban. No fue así. El matrimonio igualitario funciona hoy en treinta países. En España tenemos un ministro casado con su esposo (Marlaska) y otro gay que prefiere no casarse (Iceta). Hay altos cargos políticos gays y lesbianas tanto en la derecha como en la izquierda. Y el mundo no se ha acabado.
La ley del divorcio
El ministro Fernández Ordóñez,de UCD, logró la aprobación de la ley de divorcio en julio de 1981. La Iglesia católica entró en erupción como si aquello fuese la llegada del Anticristo. Manifestaciones, protestas, presiones de todo género. Como cuando Gilda, como ahora. Hoy es impensable una España sin el divorcio, como es lógico.
El papa León XIII condenó, en su encíclica Humanum genus, males terribles de consecuencias sin duda devastadoras, como por ejemplo el librepensamiento, la enseñanza laica, la libertad de expresión, la separación de la Iglesia y el Estado o la libertad religiosa. También condenó el socialismo. Pío X condenó el modernismo y los peligrosos avances de la ciencia. Gregorio XVI condenó “el liberalismo en todas sus formas”, sin que tres cuartas partes del PP hayan corrido, a fecha de hoy, a confesarse. En diciembre de 1965, en la sesión de clausura del concilio Vaticano II, la Iglesia aprobó solemnemente la libertad religiosa. El entonces obispo de Canarias, Antonio Pildain, que estaba allí, dijo aquel día a los demás obispos españoles que prefería que la basílica de San Pedro se hundiese y los exterminase a todos antes que aprobar aquella atrocidad, pero sus preces no fueron escuchadas. Hoy a libertad religiosa es algo elemental en todo el mundo… salvo en el Islam. Hay decenas y decenas de ejemplos más.
La interrupción voluntaria del embarazo se debate en muchos sitios, es controvertida, levanta pasiones muy extremas y tiene poderosos argumentos tanto a favor como en contra. Eso es lo que sucede hoy. Pero resulta poco arriesgado suponer que terminará abriéndose paso, normalizándose y generando un consenso social mayoritario. Porque eso mismo es lo que ha sucedido en el pasado con la libertad de expresión, la enseñanza laica, la separación de las iglesias y el Estado, el divorcio, la libertad de creencias y el matrimonio igualitario, entre otras plagas bíblicas que nos ha enviado Dios para castigar nuestras culpas. Y que hoy forman parte de nuestra normalidad.
Los que no desaparecerán nunca, ocurra en el mundo lo que ocurra, son los fanáticos. Los que siempre intentan que sus creencias personales prevalezcan por encima de la ley e incluso contra la ley. Los que han decidido salvarnos, queramos o no y aunque no sepamos de qué. Esos durarán mucho más de cuarenta días, de cuarenta años y, mucho me temo, de cuarenta siglos. Hagamos los demás lo que hagamos. En fin, creo que es para desalentarse. Pero quizá tampoco demasiado: llevan ahí, dando la tabarra, desde el big bang…