Opinión

Manuel Díaz y la obstinación del toro

Es muy fácil ver nobleza en su actitud, lo mismo que tenacidad, terquedad, bravura y una inocultable y evidente belleza

Manuel Díaz González, conocido hace mucho tiempo como El Manolo pero sobre todo como El Cordobés, nació en Arganda del Rey (Madrid) el 30 de junio de 1968. Es el único hijo que tuvieron el torero Manuel Benítez, también apodado El Cordobés, y María Dolores Díaz González, criada que fue en una casa de gente elegante de la madrileña calle de Alcalá.

Esta es una historia muy amarga. Manuel Benítez era un muchacho analfabeto que procedía de Palma del Río (Córdoba). Decidido a escapar del hambre como fuese, se empeñó en hacerse torero (algo muy bien visto por la sociedad española de entonces) y alcanzar fama y riqueza, algo que consiguió gracias a su temeridad: tenía un inaudito desprecio por su propia vida y además se puso a inventar lances, gestos y suertes nuevas que hicieron aullar de indignación a los ortodoxos del toreo. Le acusaron de convertir la tauromaquia en una payasada, pero se hizo inmensamente popular y también inmensamente rico.

Una historia, queda dicho, muy amarga. Y vergonzosa. Pero nada rara en la España de entonces, la de la dictadura, cuando el país buscaba el modo de librarse también de la angustiosa pobreza que asolaba la inmensa mayoría de la nación

Y empezó a comportarse como un señorito… sin serlo. En casa de unos amigos se fijó en una criada rubia y muy atractiva, María Dolores. Se le antojó la muchacha y la acosó sin contemplaciones hasta que ella cedió, entre atemorizada y engolosinada. Quedó embarazada y en ese momento, una vez que el achulado torero hubo “satisfecho su quillotro”, que habría dicho Pedro Muñoz Seca, se quitó de encima a la joven sin el menor cargo de conciencia. Salvo algunos obsequios y atenciones muy al principio, nunca más se preocupó de ella, y tampoco del niño que nació y que lleva los dos apellidos de la madre, porque el torero nunca lo reconoció como suyo. Una historia, queda dicho, muy amarga. Y vergonzosa. Pero nada rara en la España de entonces, la de la dictadura, cuando el país ya había salido de lo más negro de la miseria y en aquel tiempo buscaba el modo de librarse también de la angustiosa pobreza que asolaba la inmensa mayoría de la nación.

Manuel Díaz salió a su padre en muchas cosas; menos mal que no en todas. El parecido físico entre ambos es clamoroso. Tampoco estudió más que lo elemental, porque cabría decir que le tiraba la sangre y desde niño quiso ser torero… como su padre, que sabía perfectamente quién era. Pero en Manuel Díaz hay una nobleza, una seriedad, una generosidad, una inteligencia y una hombría de bien que es imposible encontrar en el carácter primario y montaraz de aquel tipo que dejó embarazada a su madre y luego se olvidó de ella.

Manuel Díaz sobrevivió como pudo. Trabajó en una gasolinera, lavó coches, hizo lo que salía a cada paso. Pero lo suyo eran los toros, en eso no había discusión posible. Conocido entonces por el sobrenombre de El Manolo, se vistió por primera vez “de luces” cuando tenía nada más que quince años, en Abenójar (Ciudad Real). Diez años después, en 1993, tomó la alternativa en Sevilla con el padrinazgo de una leyenda, Curro Romero, y con Juan Antonio Ruiz, Espartaco, como testigo. Su trayectoria profesional no tiene nada que ver con la de su padre, aunque es verdad que, quizá como homenaje, alguna vez hizo en los ruedos algunas de las bufonadas que hicieron célebre a El Cordobés “viejo”.

Díaz se empeñó (y lo consiguió de sobras) en ser un torero serio, ortodoxo, muy valiente también, pero sin jugarse la vida innecesariamente

Pero Díaz se empeñó (y lo consiguió de sobras) en ser un torero serio, ortodoxo, muy valiente también, pero sin jugarse la vida innecesariamente para ganar más dinero y sin hacer ridiculeces delante de los toros. Tiene el cuerpo cosido a cornadas, como todas las grandes figuras; quizá una de las peores que recibió fue la de Villanueva del Arzobispo, el 8 de septiembre de 2006, que lo llevó a las puertas de la muerte. O la de La Línea de la Concepción, en 2012. Son muchas más.

Manuel Díaz se empeñó en ser llamado El Cordobés; su puñetero padre, que más que puñetero era puñeterísimo, trató de impedirlo, pero el juez dio la razón al muchacho en febrero de 2000 porque “la marca ‘El Cordobés’ no ha sido usada por el otro durante cinco años, con lo cual queda caducada”. El resultado fue que Manuel Díaz encabezó el escalafón de la tauromaquia mundial en 1998, y durante varios años más (de 1995 a 1999) estuvo entre los tres primeros. Pronto dejó de ser llamado “el hijo de El Cordobés” para ser sencillamente “El Cordobés”. Llegó a eclipsar la fama de su padre, a quien pocos recordaban ya como torero.

De su padre se dijo siempre que su nombre y el de Miura nunca se habían visto juntos en un cartel, porque el ídolo exigía toros canijos, escuchimizados, manejables y tontorrones. Su hijo jamás hizo eso. Su hijo era un torero serio y respetado. Lo es aún hoy.

La vida de Manuel Díaz ha sido la historia de una obsesión: ser reconocido por su padre y mantener con él una relación normal, como la que mantiene con sus cinco hermanos de madre, fruto de un matrimonio posterior de María Dolores Díaz. Y también con varios de los numerosos hijos que su padre iba dejando aquí y allá; estos sí, reconocidos. Con uno de ellos, Julio Benítez, llegó a torear en 2017, en Morón de la Frontera. Ambos salieron a hombros.

Lo único que el chaval buscaba era el afecto de su padre. Se colaba en las plazas en que él toreaba. Se hacía el encontradizo. Buscaba el modo de hacerle llegar mensajes, siempre amables y de mano tendida. Nada.

Pero no ha habido manera de aproximarse. El viejo matador quizá pensó siempre que lo que Manuel Díaz quería era su dinero, su herencia. No era verdad. Lo único que el chaval buscaba era el afecto de su padre. Se colaba en las plazas en que él toreaba. Se hacía el encontradizo. Buscaba el modo de hacerle llegar mensajes, siempre amables y de mano tendida. Nada. Manuel Benítez, quizá azuzado por sus sucesivas parejas, crió contra su hijo un odio espeso, indigerible e inexplicable que le ha durado décadas enteras. Mientras, Manuel Díaz no dejaba de repetir en todas partes lo orgulloso que se sentía por ser hijo de su padre. Nunca le dedicó una mala palabra ni un gesto de desprecio.
Díaz, simpático, atractivo y con don de gentes, se dejó tentar por los programas de televisión que usan a los famosos como reclamo. Eso empezó en 2006. No necesitaba el dinero en absoluto, pero le apetecía meterse en sitios raros y divertidos. Hizo de todo: bailó, contó chistes, desde luego guisó (el interminable enjambre de los programas de cocina), ejerció de consejero matrimonial y hasta se atrevió a presentar alguno de aquellos shows. Pero nunca dejó de ser lo que siempre había sido: matador de toros, en activo hasta ahora mismo… aunque anuncia su retirada para este año, después de tres décadas.

Si el viejo quisquilloso no quería reconocerle por las bunas, lo haría por las malas: al año siguiente, 2016, presentó en el Juzgado una demanda de paternidad en toda regla.

En 2015, en uno de aquellos programas de televisión, admitió que ya daba por perdida la relación con su padre. Pero no era verdad. Si el viejo quisquilloso no quería reconocerle por las bunas, lo haría por las malas: al año siguiente, 2016, presentó en el Juzgado una demanda de paternidad en toda regla. Fue cuando al viejo le preguntaron por él en una entrevista televisada y reaccionó como si le mentasen a Satanás. La demanda se presentó en febrero. Benítez pataleó, se enfadó, se rio, suplicó y hasta amenazó, pero tuvo que someterse a la prueba. Dos meses después, en abril de 2016, el ADN dejaba claro como la luz del sol lo que todo el mundo sabía desde siempre: que Benítez y Díaz eran padre e hijo.

Pero al viejo rencoroso, cada vez más viejo y más rencoroso, le dio igual. Ha tardado siete años más, cuando ya ha cumplido los 86 y quizá le atemoriza el castigo divino después de la muerte por sus muchas tropelías, en reunirse por fin con su hijo, abrazarle estrepitosamente y llenar las revistas del corazón de fotos conmovedoras. A Manuel Díaz, sinceramente emocionado, se le saltaron las lágrimas. A su padre no.

Ya hay reconciliación, pues, en esta historia absurda: el encono más feroz y más incomprensible entre un padre y un hijo que se recuerda, al menos entre la gente popular de nuestro país.

La pregunta es qué harán ahora los dos, después de cincuenta años de alejamiento.

Pues seguramente nada. Quizá sea lo mejor.

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El toro de lidia (en origen, bos primigenius taurus) es una especie de rumiante inocultablemente artificial, generado por el hombre después de siglos de cruces, selecciones, mezclas e hibridaciones a partir del uro y/o de los toros salvajes que poblaron casi toda Europa desde el paleolítico. El toro de lidia no sirve para nada más que para los espectáculos taurinos, no se encuentra en libertad en ninguna parte del mundo. Sus criadores han potenciado en él (también es verdad que unos más y otros menos), además de diversos tamaños, características que llevan, todas, nombres de condiciones humanas: bravura, nobleza, agresividad, entrega, acometividad, fiereza.

Pero el toro bravo desciende por línea directa de aquellos gigantescos animales con los que los cretenses montaban espectáculos (saltaban sobre ellos, no los mataban) hace 3.500 años. Y hay características que no han cambiado casi nada en todo ese tiempo.

La más llamativa es su obstinación. Cuando el toro bravo se encela con el engaño, repite la acometida una y otra vez, vuelta y vuelta, le hagan lo que le hagan y le claven en el cuerpo lo que le claven. Siente un dolor terrible, cómo no, pero pueden más en él su obstinada furia, su adrenalina y su tesón a la hora de vencer aquello que, en el último momento, le quitan de delante. Así hasta que se queda sin fuerzas. O hasta que lo matan.

Quiere esto decir que es muy fácil ver nobleza en su actitud, lo mismo que tenacidad, terquedad, bravura y una inocultable y evidente belleza

Es mentira que el toro no siente dolor, como también lo es que le pone furioso el color rojo; cargan contra el movimiento, no contra el color. Pero no deja de ser el animal al que más literatura (y magnífica) se ha dedicado en la historia de nuestro país, seguido a distancia por la paloma, y así es imposible librarse de la “antropomorfización” de sus instintos y características. Quiere esto decir que es muy fácil ver nobleza en su actitud, lo mismo que tenacidad, terquedad, bravura y una inocultable y evidente belleza.

Lo que ya resulta más difícil de entender es por qué mucha gente se empeña en torturarlo y luego matarlo. Y a eso lo llaman “arte”. El obstinado toro bravo es previsible, se sabe qué puede hacer según las circunstancias. Pero la especie humana es mucho más difícil de comprender. Muchísimo más.

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