Opinión

La muerte, las palabras y las buenas personas

Permitamos que el silencio que han dejado los actos de nuestros representantes enfatice la vida -¡o la muerte!- de nuestra democracia liberal

  • Agentes de la Policía Nacional realizan un control de movilidad en la estación de tren cercanías de Orcasitas, en el distrito de Usera, en Madrid (España).

Dicen que la muerte a todos iguala. No estoy de acuerdo. Si algo hace bien la muerte es poner de relieve las diferencias, congelar las vidas en el tiempo y ya, para siempre, negarles la posibilidad de redención.

“La vida tiene una extraordinaria manera de poner énfasis en las cosas” escribió Hannah Arendt a Martin Heidegger en una carta en la que le daba el pésame por la muerte de un familiar y la felicitación por un ansiado reconocimiento que, por fin, le llegaba.

La muerte no iguala, enfatiza. Para hacerlo solo necesita del silencio.

Adams y Jefferson fueron los últimos padres fundadores vivos. Ambos defendían la libertad, la democracia y la búsqueda de la felicidad -al menos eso dijo la Declaración de Independencia que firmaron-. Muertos con cinco horas de diferencia, a los 90 y 83 años respectivamente, un 4 de julio. Me gusta pensar que la encontraron casi a la vez. La felicidad.

Mi madre, tras varios ingresos hospitalarios, mejoraba -al menos eso dijo la doctora 24 horas antes- transmitió en solemne secreto a cada uno de sus hijos un “recado” y se murió. Un 12 de octubre. Su santo. El día en que la casa se llenaba de ramos de flores.

La muerte -¡o la vida!- escribiendo en negrita.

Las palabras

Las palabras son “la gran cosa”, dice un amigo. Para que sirvan y transmitan algo con sentido, es necesario que el receptor realice inferencias y acuda al conocimiento previo -al menos eso dijo Pascal Boyer en Minds make societies-. Por eso hay que cambiarlas. Decir que un toque de queda es una restricción de la movilidad nocturna. Así queremos evitar las inferencias y/o el acceso al conocimiento previo. Pero no podemos borrar todas las inferencias ni todo el conocimiento previo. Sí podremos evitar que unas cuantas personas accedan a él, pero como son las mismas que ya hacían inferencias favorables, cambiar las palabras no siempre sirve de mucho.

No podemos cambiar a los muertos, a veces ni siquiera enterrarlos. La muerte ha enfatizado sus vidas.

Sí podemos cambiar las palabras, hacerlas largas y complicadas, a veces incluso hacerlas esdrújulas.

Aquí estamos a las casualidades, que no son sino la negrita que la vida -¡o la muerte!- pone en nuestras historias.

Antes decías “perdón” y sabías que implicaba asumir las consecuencias. Ahora dices “autorreflexión” y las consecuencias las asume otro -al corrector le molesta que escriba esta palabra: “autorreflexión”. La escribo. Reclamo mi derecho a cambiar palabras-. No es fácil precisar el instante exacto, en ese proceso de sustitución acelerada de las palabras, en el cual pedir “perdón” por algo poco estético significó “humillación”. Pero como no es posible cambiar las palabras sin arriesgar las inferencias y el conocimiento previo -un cambio aquí puede provocar otro allá- acabó pasando que lo que era “desfachatez” se transformó en orgulloso “desafío” -al menos eso dice Megan Garber en su Sorry, not sorry-. Las dos empiezan por “d”, quizás por eso la confusión. Gascón usa el término “cuajo”. Es más bonito pero no empieza por “d” y aquí estamos a las casualidades, que no son sino la negrita que la vida -¡o la muerte!- pone en nuestras historias.

Si cuando llegue la muerte enfatiza nuestras vidas, siempre podremos cambiar las palabras. Diremos que “mal” es “bien”. Así reescribiremos las inferencias y el conocimiento previo. A la muerte no le importa. Uno va y se muere. Ella solo tiene que dejar su silencio.

Las buenas personas

Silencio. Como el del Hemiciclo cuando los representantes dimiten de su obligación de preguntar. Es bien sabido que si alguien comparte tu ideología ya no necesitas evaluar su capacidad en los demás campos de conocimiento -al menos eso dice Joseph Marks en su investigación sobre los “derrames epistemológicos”-. Si es de los míos, su profundo conocimiento en nada garantiza su buen criterio en todo. Derramamos y los transformamos en buenas personas. Ser una “buena persona” no solo te capacita: te permite arruinar la vida de los demás sin que tu prestigio como experto deje de crecer.

A las buenas personas no hay que cuestionarlas en su desempeño. Las buenas personas saben lo que hacen. Los actos de las buenas personas, aunque idénticos, son distintos de los actos de las no buenas personas. Si no somos capaces de ver la diferencia es porque no somos buenas personas.

Así que ¡no hay más preguntas, señorías! Permitamos que el silencio que han dejado los actos de nuestros representantes enfatice la vida -¡o la muerte!- de nuestra democracia liberal.

Y usted, recuerde a sus muertos. Hoy es el día de Todos los Santos. Si lo hace en silencio llene la casa de ramos de flores.

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