Como la memoria es corta, quizá ya pocos se acuerden de que llovió en Madrid durante los festivos de Semana Santa. Fueron los días del confinamiento más restrictivo y a cualquiera se le caía el alma a los pies al bajar a la calle y observar cómo tras la manta de agua que se extendía ante los ojos, había varios metros de acera desiertos. Con todos los comercios cerrados y con el único discurrir de las patrullas de la Policía. Por no estar, ni siquiera estaban frente al Carrefour de Cuatro Caminos sus dos personajes más entrañables: el mulato que está como una cabra y la mujer en silla de ruedas motorizada que se viste con prendas de leopardo. En esas 96 horas, la covid mató a 2.300 personas en España.
Pese a que los muertos se cuentan por cientos y los infectados, por miles durante las últimas semanas, la estampa era muy diferente esta mañana en algunas de las calles más concurridas de la capital. Comenzando por los pasillos y los vagones del metro, donde este lunes se registraba un 1% más de viajeros que el primer día de la pasada semana y el 4% más que el viernes, que fue el último día de lo que podemos denominar como la 'vieja nueva normalidad'. Es decir, antes de la entrada en vigor de la orden gubernamental que ha implicado el cierre de la capital de España. O, mejor dicho, el en-cierre o encierro.
La sensación que cualquiera podía tener a simple vista es que nada estaba prohibido hoy en Madrid. O, al menos, nada que no lo estuviera desde que se levantó el estado de alarma.
Las aceras de las avenidas de Peña Prieta, de Bravo Murillo y las de Gran Vía estaban pobladas de paseantes, compradores, artistas callejeros y repartidores. No se podían obtener panorámicas que reflejaran el estado de Preciados y de Montera, pero eso se debía a la presencia de grúas y excavadoras en su firme.
Las tiendas de alimentación y de moda permanecían abiertas y en los bares no había gran novedad. Incluso en aquellos en los que se detuvo el tiempo hace décadas, como uno de Puente de Vallecas que destaca por su oferta de café+pincho de tortilla por 2,20 euros. De 2,50 con caña de cerveza. “Dentro tenemos limitado el aforo y hemos tenido que quitar mesas de terraza, pero ahora podemos abrir una hora más por la noche”, decía uno de sus camareros.
El sábado por la mañana, el dueño de una conocida taberna de la calle de José Ortega y Gasset decía que había tenido que quitar mesas, por lo que probablemente volverá a enviar paellas a domicilio en los próximos días para compensar esa circunstancia. Aun así, reconocía que tenía “todo completo” tanto en la calle como en el comedor. Por la noche, el camarero de una de las terrazas de la plaza de Manuel Becerra era tajante: “Nos ha ido mejor hoy que durante toda la desescalada”. A las 22 horas, era imposible encontrar una mesa libre.
Batalla contra el ciudadano
Resulta paradójico que las restricciones que se anunciaron la pasada semana para la capital de España, y que tanta tensión generaron entre los Gobiernos central y autonómico, hayan cambiado tan poco el aspecto de la capital. Es cierto que se nota menos movimiento (el tráfico de viajeros en el metro ha caído el 45% en un año) y que la sensación es que hay un número preocupante de persianas bajadas en horario comercial, pero eso no es nuevo. Eso es consecuencia de la enorme crisis económica que arrastra el país desde hace varios meses, que a no mucho tardar se convertirá en su principal problema, si es que no lo es ya.
La impresión es que el duelo político que ha vivido el país en los últimos diez días ha sido una enorme impostura. Una batalla entre dos Gobiernos por imponer su plan de acción. El cual, por cierto, genera muchas dudas, pues cualquier ciudadano podría llegar a preguntarse lo siguiente: si estas medidas tan laxas son suficientes para contener el virus, ¿por qué demonios estuvimos confinados tres meses? O, al contrario: si la distancia social es necesaria, ¿para qué tanta pantomima si esto no va a valer de nada?
Al final, ha sido el Ministerio de Sanidad quien se ha llevado el gato al agua, lo que permitirá a la izquierda vender en sus grandes caladeros de voto -los barrios- que el Gobierno no discrimina a 'los pobres' durante el confinamiento; y, de paso, ayudará al PSOE a presentar a Salvador Illa como un político que sabe bregar en terrenos pantanosos. Como, por ejemplo, pudieran ser las elecciones a la Presidencia de la Generalitat.
Mientras todo esto sucede, una parte de los trabajadores de este país se encuentra en un ERTE o ha perdido su empleo. O ha enterrado a algún familiar por la covid. Y la sanidad ahora sí que tiene un carácter universal. En concreto, todos los ciudadanos tienen problemas para contactar con su centro de salud, lo que eleva un poco la incertidumbre, según el caso, sobre la continuidad de la vida. No está la cosa para tirar cohetes, desde luego.