Opinión

Presunción de inocencia y reinserción

El asesinato de un niño de nueve años en Lardero el pasado 28 de octubre a manos de un hombre que disfrutaba del tercer grado, condenado previamente por el asesinato

  • El asesino confeso de Laura Luelmo.

El asesinato de un niño de nueve años en Lardero el pasado 28 de octubre a manos de un hombre que disfrutaba del tercer grado, condenado previamente por el asesinato y agresión sexual a una mujer, ha reabierto el debate sobre el sentido y límites de los permisos penitenciarios. Curiosamente, 22 días antes el Tribunal Constitucional, en sentencia del 6 de octubre, declaraba constitucional (condicionada a dos cláusulas interpretativas) la prisión permanente revisable. Paralelamente, ha arrancado el juicio contra Bernardo Montoya por el asesinato cruel, previa agresión sexual, de la maestra Laura Luelmo por el que la fiscalía pide precisamente prisión permanente revisable.

Montoya había matado años antes a una anciana, en un permiso penitenciario agredió sexualmente a una joven, y volvió a cometer otros delitos después de ser liberado. Era además adicto a la cocaína y heroínas y no mostraba signos de arrepentimiento. A pesar de ello se le puso en libertad cuando cumplió su última condena, tal como exige la ley. Tardó dos meses en asesinar a Laura.

Aunque estos casos hayan acaparado portadas, no resulta infrecuente que una persona que disfruta de un permiso penitenciario, o recién liberada, cometa un delito grave, incluido el asesinato, y que el permiso haya sido concedido por el juez de vigilancia penitenciaria o por instituciones públicas en contra del criterio de la Junta de Tratamiento de la prisión, que es la que tiene un conocimiento cercano de las características particulares de cada interno. Sin embargo, no existen estadísticas anuales que permitan seguir la dimensión del fenómeno. Tampoco nadie ha propuesto que esos jueces, excesivamente permisivos, reciban cursos de empatía con las víctimas potenciales, aunque lo sean de violencia de género o de delitos sexuales.

Nos encontramos ante una cuestión compleja y un debate de fondo. Lo prioritario parece ser el derecho de los presos a la reinserción social, proceso del que los permisos penitenciarios formarían parte. Ello deriva de una interpretación esencialista del Art. 25.2 de nuestra Constitución: “Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados”. De principio “orientador” de las penas, que exigiría valorar cómo las prisiones cumplen dichos fines y por tanto la función del gobierno de turno, se pasa a considerarse principio fundamental y elemento constitutivo de toda pena, de similar nivel de protección al principio de presunción de inocencia.

En el caso de personas con adicciones a drogas o el alcohol, el permiso penitenciario se concede en ocasiones con la (buena) intención de que pueda rehabilitarse mejor fuera que en las cárceles

Sin embargo, el principio de presunción de inocencia, como parte de un sistema garantista, es algo asumido como un precio (que un potencial delincuente no sea condenado por falta de pruebas y pueda seguir cometiendo delitos) que la sociedad está dispuesta a pagar a cambio de evitar un mal mayor: que un inocente pueda ser condenado sin pruebas suficientes. Pero ¿ocurre lo mismo con el derecho a la reinserción? También aquí nos enfrentamos ante una presunción: que el reo desea reinsertarse y pone de su parte lo necesario para que así sea.

Pero existen dos diferencias con el anterior: no queda claro cuál es el mal mayor que queremos evitar y, tal como se interpreta en la práctica, dicha presunción parece prevalecer incluso si hay prueba (de la peligrosidad del interno) en contrario, como ocurre cuando se hace caso omiso de la recomendación de la Junta de Tratamiento, o no ha quedado suficientemente acreditada la voluntad efectiva del interno a reinsertarse.

Incluso, en el caso de personas con adicciones a drogas o el alcohol, el permiso penitenciario se concede en ocasiones con la (buena) intención de que pueda rehabilitarse mejor fuera que en las cárceles, dado que en éstas al parecer resulta imposible frenar el tráfico y circulación de drogas, obviando que si es difícil frenar el comercio de estupefacientes en un lugar cerrado y vigilado como es una prisión (por razones nunca del todo bien explicadas) no resulta más sencillo evitar el consumo una vez que pueda volver a los círculos y lugares que le llevaron a entrar en la cárcel.

Convertir la reinserción de principio “orientador” en un derecho fundamental del penado tiene además otras consecuencias que suelen pasar desapercibidas. Las instituciones públicas estarían obligadas a poner “todos” los medios necesarios para favorecer la reinserción del interno, pero como ésta es una mera presunción sólo se sabrá si ha tenido éxito cuando se compruebe que el reo una vez en la calle no vuelve a delinquir. En caso de que esto suceda ¿sería culpa de las instituciones que no pusieron suficientes medios para lograr la reeducación? ¿O cabría hablar de un deber del penado a poner “todo” de su parte para lograr su reinserción? Como ocurre con la pedagogía triunfante, parece que los suspensos son culpa de los profesores y no de los alumnos que no estudian.

Estaríamos ante dos bienes públicos en conflicto: la protección de los “derechos de los delincuentes” (aunque no muestren arrepentimiento y voluntad clara de no volver a delinquir) y la protección de sus potenciales víctimas

Otra consecuencia, potencialmente perversa y ciertamente paradójica, sería que el preso no debería salir a la calle si no demuestra que la pena ha cumplido su función esencial: es decir si no demuestra que se ha reinsertado realmente pasando el correspondiente “test de peligrosidad”. Alguien podría argüir que esta interpretación sería claramente contraria a la Constitución y no una consecuencia de ella.

No obstante, la sentencia anteriormente citada del TC recuerda que el régimen penitenciario se adapta en todo momento “a las circunstancias personales” y “evolución personal” del penado, lo que vendría a respaldar indirectamente que no cabe aplicar los beneficios penitenciarios de forma mecánica (incluso por haber cumplido ¾ de la pena) sin valorar la potencial peligrosidad de cada individuo en concreto.

Es cierto que el Alto Tribunal declara igualmente que denegarle definitivamente toda expectativa de libertad sería incompatible con la Constitución. Por tanto, estaríamos ante dos bienes públicos en conflicto: la protección de los “derechos de los delincuentes” (aunque no muestren arrepentimiento y voluntad clara de no volver a delinquir) y la protección de sus potenciales víctimas.

Con todo algo puede avanzarse, al menos en cuanto a la situación en la que quedan las víctimas de este tipo de acciones violentas cuando el culpable es declarado insolvente. Aunque los tribunales se empeñen en declarar que la responsabilidad es sola del autor, lo cierto es que ésta deviene una ficción jurídica en la práctica cuando el condenado no puede hacer frente al pago de la reparación a las víctimas, constituyendo, en la mayoría de los casos, un mero “desideratum” esperar que mejore su nivel de ingresos. En este sentido, no estaría de más establecer una suerte de responsabilidad objetiva subsidiaria de la Administración, al menos parcial o previendo algún tipo de ayudas concretas a condición de que el Estado sustituyera a las víctimas en su condición de reclamantes civiles frente al autor.

En resumen, si toda la sociedad debe asumir los riesgos que entrañan los beneficios penitenciaros por el bien superior de proveer al principio de reinserción de los reclusos, resulta coherente que toda la sociedad se haga cargo de compensar los efectos secundarios no deseados que dicha política provoca. Los cementerios están llenos de buenas intenciones. No hagamos que también paguen justos por pecadores, aunque entre estos se encuentren jueces e instituciones que están orgullosos por pecar de ingenuos.

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