Día número treinta y seis del confinamiento. Son las ocho de la tarde, la hora de los aplausos. Una docena de policías aparca los coches patrulla frente a un balcón de Fuente del Berro. Llevan las luces y las sirenas encendidas. Han venido a cantar el cumpleaños feliz. Es la segunda vez que lo hacen esta semana. La primera fue para agasajar a una mujer de 82 años, esta vez toca el turno a un niño. Lo deduzco porque hicieron sonar el Cumpleaños feliz, de Parchís.
Yo no lo vi. En realidad, todo esto me lo ha contado mi hermano, que vive el momento del aplauso a los sanitarios como el único instante festivo en una realidad que, supongo, ha de resultarle resulta insoportable. Mi hermano, creo que ya he hablado antes de él, tiene 50 años, aunque en su interior viva un niño que siempre tendrá seis. No le gustan los ruidos. No los soporta, porque no los comprende. Sospecho incluso que se siente amenazado por ellos. Toda emoción lo inflama y desata en su interior una tormenta que no entiende.
Mi hermano, creo que ya he hablado antes de él, tiene 50 años, aunque en su interior viva un niño que siempre tendrá seis años...
A pesar de que detesta los ruidos y los gritos, sobre todo de niños, mi hermano ha encontrado en los aplausos una especie de nueva y renovada costumbre de reunirse con aquellos a los que no conoce, pero a los que necesita. Cuando falta media hora para las ocho, se viste con una cazadora azul marino y comienza a dar vueltas alrededor del salón. Quiere que sea la hora. Que se cumpla el plazo. Que la gente se asome. Que el mundo sea algo distinto al piso de ochenta metros en el que vive con mis padres.
A mi hermano le ha tocado lidiar con cosas que no entendemos los demás y que a él le cuesta el doble comprender. Dejó atrás un país del que no está muy seguro si se recuperará o no, pero que ha comenzado a olvidar de a poco, en una mezcla de ira, nostalgia e incomprensión. No entiende cómo el comandante Chávez o el propio Maduro, cuya voz machacona escuchó durante horas, días y años, sean los culpables de no volver a aquella casa con jardines que ha desaparecido de su vida. No lo entiende, y eso lo irrita, pero no ceja en su empeño de preguntar cuándo se arreglará todo.
A mi hermano le ha tocado lidiar con cosas que no entendemos los demás y que a él le cuesta el doble comprender
Hay otras cosas que no comprende, y que probablemente nosotros tampoco seamos capaces de explicarle ni a él ni a nosotros mismos. Desde muy chico, mi hermano fue un seguidor impenitente del Real Madrid, la liga y la sección nacional de futbol española. El himno de España para él suena a Copa del Mundo, a fiesta, a victoria. Le debe a La Roja más alegrías que a una selección venezolana que nunca pudo clasificar ni siquiera para la repesca de un mundial.
Su relación cognitiva con España está repleta de una idea optimista, incluso festiva, de lo que España es. Por eso no entiende por qué, a la hora de lo aplausos, no suena más veces el himno, como sí ha ocurrido en aluna ocasión. Si es el momento del aplauso, de la celebración, ¿por qué no suenan sus acordes? El asunto es complicado de explicar, pero su reacción es tan simple como demoledora: ¿por qué no suena?, ¿porqué ese balcón si tiene una rojigualda y aquel no?, ¿por qué?
Su relación cognitiva con España está repleta de una idea optimista. Por eso no entiende por qué, a la hora de lo aplausos, no suena más veces el himno...
Lo que ocurre en la hora de los aplausos es lo primero que me cuenta nada más escuchar mi voz. Incluso se atropella un poco al darme el resumen, incluidos los últimos dos cumpleaños que ha venido la mismísima policía a cantar a los vecinos. Mi hermano lo vive como un episodio excepcional que diferencia una tarde de otra, y sospecho que a él todas le parecen la misma y todas se le hacen eternas. Sin Liga ni su cháchara con el chico del quiosco sobre cuándo ganará el Madrid, el mundo le resultará esa cosa que se apila, abstracta, como un reloj averiado.
Aunque confinados, lo imagino aplaudiendo con esas manos a las que todo se le resbala. Lo imagino, esta tarde, escuchando el cumpleaños feliz. Y algo, de pronto, se me hace pequeño e inexplicable, como una bandera.