Hace dos semanas, el enorme obelisco del Monumento a la Victoria soviética de Riga de 79 metros de altura fue demolido. Unos días antes, un monumento a la paz donado por la URSS era retirado de Helsinki, al igual que un tanque soviético en Narva (Estonia), y un monumento al Ejército Rojo en Mariemburgo (Dinamarca). La invasión rusa de Ucrania ha incidido sobre el debate sobre la presencia de monumentos soviéticos en los países del antiguo Bloque del Este. ¿Son un recuerdo del Ejército que ayudó a liberar a Europa del nazismo o un memorial a los cientos de miles de soldados que saquearon, violaron y asesinaron a población civil inocente? ¿Puede una democracia mantener estatuas a Stalin? ¿Se deben eliminar las calles de cualquier personaje de la URSS?
Tras la invasión rusa de Ucrania, una diputada alemana de la CDU exigió la retirada de los dos tanques rusos T-34 y los cañones del monumento a los soldados soviéticos a pocos metros del Bundestag y la Puerta de Brandenburgo. Desde el momento en el que se erigió, muchos berlineses apodaron al monumento como “tumba al violador desconocido”, en referencia a los cientos de miles de agresiones sexuales que berlinesas de todas las edades sufrieron en las semanas posteriores a la rendición alemana en mayo de 1945. Muchas otras ciudades europeas por las que el Ejército Rojo había pasado también soportaban el dilema de honrar a estos soldados que, si bien les habían librado de los nazis, también habían saqueado, asesinado y violado a miles de conciudadanos. Sin contar que tras la restauración de la democracia, estos memoriales recordaban o estaban directamente dedicados a una sanguinaria dictadura como la de Stalin. Especialmente sensible fue en los países en los que estos “libertadores” se convirtieron en ocupantes durante décadas.
Memoria de la Segunda Guerra Mundial
El doctor en Historia contemporánea y catedrático de la Universidad de Santiago de Compostela Xosé Manoel Núñez Seixas repasa en Volver a Stalingrado. El frente del este en la memoria europea, 1945-2021 (Galaxia Gutenberg) el recuerdo y las diferentes narrativas ideológicas, nacionales y memorias personales de la Segunda Guerra Mundial que han quedado en los países en el frente del este.
Como norma general, los estados del bloque del Este honraron al Ejército Rojo como los camaradas que habían ayudado a la liberación del yugo fascista. Miles de placas, estatuas y memoriales brotaron en Hungría, Rumanía, o Checoslovaquia para agradecer a los soviéticos su ayuda en la liberación del fascismo. Estas glorias ayudaban a reforzar otro mito paralelo, el de la resistencia y la autoliberación nacional, según apunta Núñez Seixas.
Desde la desintegración de la URSS a finales de 1991, esta hermandad en la memoria empezó a resquebrajarse. Algunas de las repúblicas exsoviéticas y los estados del bloque del este comenzaron a ver las casi cinco décadas de dominio soviético como un nuevo régimen opresor que había aplastado su independencia nacional.
Especialmente en las repúblicas bálticas, Polonia y Ucrania se equiparó la ocupación nazi con la soviética, y en algunos casos como el polaco considerando mucho más perjudicial la segunda. También fue Polonia el país que más énfasis puso en la retirada de los monumentos soviéticos. En todos los países se reclamó la retirada de las estatuas que representaban a los soldados soviéticos, muchas de ellas conocidas como popularmente como memoriales al “violador desconocido”. También se museizaron las sedes de las policías políticas equiparándolas de forma explícita con el nazismo, con la Casa del Terror (Terro Háza) de Budapest como paradigma.
Enrevesado pasado ucraniano
El caso de Ucrania es uno de los más complicados por su pasado y su actual diversidad lingüística, cultural e identitaria. Los primeros gobiernos ucranianos del presidente Leonid Kuchma (1994-2005), también “nacionalizó” la Gran Guerra Patriótica al mismo tiempo que enfatizaba la hermandad soviética y el papel del Ejército Rojo y la URSS, aunque posteriormente acabó dedicando un Día del Recuerdo del Holodomor y considerando a Stalin como un genocida responsable de la gran hambruna.
Sin embargo, con los gobiernos de Víktor Yushchenko, de un cariz más nacionalista y más cercano a los gobiernos occidentales, se renegó del pasado soviético. El relato oficial era ahora que Ucrania había sido víctima de dos regímenes totalitarios que invadieron y saquearon sus recursos, y se puso especial énfasis en el reconocimiento del Holodomor como un genocidio. De forma paralela, como apunta Núñez Seixas, se rehabilitaron todos los “luchadores por la libertad”, incluyendo a los nacionalistas ucranianos voluntarios en las Waffen SS, y se silenció el antisemitismo de muchos de los grupos nacionalistas.
Desde las instituciones se promovió una imagen de Ucrania como un país étnicamente homogéneo, monocultural y monolingüe. Un relato en libros de texto y conmemoraciones públicas que chocaba con el Partido Comunista y buena parte de la población rusófona y prorrusa del centro y este del país. La revuelta del Euromaidán, la anexión rusa de Crimea y las revueltas independentistas prorrusas en el Donbás intensificaron la narrativa nacionalista. El pasado soviético trató de ser borrado con la conocida como Ley de Descomunización del año 2015, que incluía la supresión de símbolos comunistas y el cambio de nombre de calles, edificios y localidades. En menos de un año se retiraron centenares de estatuas y se cambiaron el nombre a más de 51.000 calles y más de 1.000 localidades. De nuevo estas medidas dividían al país, con un apoyo mayoritario en el oeste del país y una desaprobación en la Ucrania central y del este.
Enfado de Putin
Tras las sucesivas retiradas y demoliciones de monumentos soviéticos en el mes de agosto, el Comité de Investigación de Rusia afirmó que investigaría estos actos. "Estas acciones ilegales están dirigidas contra los intereses de Rusia en el campo de la preservación de la memoria histórica de las actividades de la Unión Soviética durante la Segunda Guerra Mundial y el papel decisivo en la victoria sobre el fascismo", señaló el organismo.
Diferentes encuestas y estudios señalan a la victoria en la Segunda Guerra Mundial como el hecho histórico del que más sentía orgullosa la ciudadanía rusa. La guerra es conocida mayoritariamente como Guerra Patriótica y marca su inicio en la invasión alemana del verano de 1941, y ha quedado en la memoria del pueblo ruso como una gesta nacional de resistencia frente al invasor. La Rusia de Putin ha utilizado este periodo para fomentar la unidad interior ante las supuestas nuevas amenazas del exterior, silenciando las políticas represivas del régimen estalinista, concluye Núñez Seixas.