La degradación progresiva del entramado institucional español se ha agudizado hasta afectar a la propia Monarquía, que es el mascarón de proa del régimen de la Transición: la marea de la corrupción ha tocado a la familia real en la persona de una de las hijas del Rey (ayer supimos que no será imputada para no quedar “estigmatizada”) y de su marido, yerno del Monarca, que se encuentra inmerso en un procedimiento judicial. Con motivo de ello, o aprovechando tal circunstancia, se ha rasgado el velo protector del que ha disfrutado la institución desde su restauración en 1975. Y no lo han rasgado los detractores de la misma: lo han hecho importantes medios de comunicación afectos al sistema para dirimir lo que, en nuestra opinión, parece un asunto de familia. Unos pretenden forzar la renuncia o abdicación del Rey en beneficio de su hijo, el Príncipe de Asturias, y otros apuestan por reinstaurar el cordón sanitario y proteger al Monarca frente a quienes expresan dudas sobre su permanencia. La sociedad española, bastante descreída y turbada, asiste a este duelo sin que, de momento, ni los unos ni los otros se planteen pedir opinión al pueblo soberano.
Con independencia de la evolución de los procesos judiciales abiertos, que afectan a parte de la familia real, parece evidente que nos encontramos ante un debate que, antes o después, obligará a tomar partido a quienes tienen la responsabilidad de hacerse eco de los asuntos que preocupan a la opinión pública. Más tratándose de algo que afecta a la jefatura del Estado. Pero esa toma de partido no necesariamente tiene que producirse en el terreno de juego de quienes han abierto la disputa, que nos recuerda aquella otra que Carlos IV y su hijo Fernando mantuvieron hace ya más de 200 años, y que tan estupefacto dejó al propio Napoleón por la ambición y el odio mutuo que afloró. Nos parece que España no está para dirimir una vez más querellas y ambiciones familiares; más bien creemos que quizá sea llegado el momento de despojarse de viejos prejuicios y clichés, para enfrentar con racionalidad y con sentido democrático el porvenir constitucional del país.
No sabemos cómo evolucionarán los acontecimientos y tampoco sabemos qué opinan el Gobierno y el propio Parlamento. Sí sabemos que la controversia está servida y que, probablemente, su resolución no va a estar en manos de quienes la han suscitado. Por nuestra parte, debemos manifestar que no tenemos miedo a la libertad y, en consecuencia, seremos beligerantes en relación con todo aquello que, con las excusas más variopintas, pretenda mantener a los españoles en la minoría de edad democrática en relación con los asuntos que afectan a la primera magistratura del país. Entre una familia y la nación, siempre apostaremos por la plenitud democrática de ésta.