La inacabable batalla política del Brexit representa una crisis política sin precedentes en el Reino Unido. La nefasta decisión de David Cameron de convocar un referéndum sobre la posible salida del país de la Unión Europea es quizás el peor error no forzado cometido por una gran potencia en las últimas cinco décadas, y la mayor estupidez perpetrada por un primer ministro británico desde la crisis de Suez.
La batalla en las últimas semanas se ha convertido en un extraño sainete constitucional, con el Ejecutivo perdiendo una votación parlamentaria tras otra, el Tribunal Supremo invalidando el cierre del legislativo, y una sucesión de primeros ministros que se ven incapaces de cerrar un acuerdo que haga feliz a nadie.
Es fácil caer en la tentación de decir que la crisis del sistema parlamentario es el resultado de las profundas divisiones políticas detrás del Brexit. A fin de cuentas, el bloqueo parece salido de divisiones políticas, de un país dividido con un problema sin una solución fácil. La explicación, sin embargo, es un poco más sutil.
El Reino Unido se considera el modelo clásico de sistema parlamentario. Los politólogos hablamos del modelo Westminster para describir los sistemas políticos donde el jefe del Ejecutivo gobierna en base a mantener una mayoría en el legislativo. Aunque son nominalmente sistemas parlamentarios, el primer ministro o presidente del Gobierno es quien controla la agenda y concentra casi todo el poder político. El Reino Unido, comparativamente, era conocido por su escasa separación de poderes; la descripción habitual era que en condiciones normales (bipartidismo, mayorías sólidas), Westminster era poco más que una dictadura electiva con elecciones cada cinco años.
Un sistema Westminster se caracteriza ante todo por la primacía absoluta del parlamento, o más concretamente, de la mayoría parlamentaria y quien la controla, el primer ministro. Tres reformas recientes, sin embargo, han debilitado enormemente esta primacía de la Cámara de los Comunes, dejando el país abierto a bloqueos institucionales casi irresolubles.
La primera reforma fue la creación de un Tribunal Supremo del Reino Unido en el 2009. Hasta entonces, la última instancia judicial británica era un comité especial de la Cámara de los Lores (de nuevo, la supremacía del Parlamento) que, aunque compuesto por jueces, era formalmente parte del legislativo, y no podía invalidar leyes. El Supremo británico es mucho más débil que sus equivalentes continentales (no puede invalidar legislación), pero al ser un ente separado del parlamento, puede dirimir diferencias entre el ejecutivo y legislativo. La doctrina de supremacía parlamentaria sigue en pie, pero como hemos visto estos días, una minoría de los Comunes puede derrotar ahora al Ejecutivo en los tribunales, algo inaudito hasta ahora.
Una idea espantosa
La segunda reforma es algo que parece totalmente inocente, pero que está en el centro del bloqueo recurrente con los acuerdos de Brexit: la Fixed Parliaments Act del 2011. En un modelo Westminster tradicional (y en casi todos los sistemas parlamentarios europeos), una legislatura tiene una duración máxima (cuatro años en España, cinco en el Reino Unido), pero no tiene una duración mínima. El presidente del Gobierno o primer ministro puede en cualquier momento pedir al jefe del Estado que disuelva la cortes y llevar el país a las urnas.
La ley del 2011 elimina esta prerrogativa del primer ministro. Un Parlamento sólo puede disolverse antes de los cinco años previstos bajo dos condiciones: que la Cámara de los Comunes vote, con una mayoría de dos tercios, disolver el Parlamento, o que el primer ministro pierda una moción de confianza y nadie sea capaz de formar una mayoría de gobierno durante las dos semanas siguientes.
Un sistema basado en consultas populares puede funcionar, pero uno debe estructurar todo el sistema institucional alrededor de ellas para que no se rompa nada (léase, ser Suiza)
Parece un cambio menor, pero es una idea espantosa. La base del modelo Westminster tradicional es que es un sistema basado en generar mayorías. La capacidad de disolver las Cámaras permite que el jefe del Ejecutivo pueda presionar para conseguir y mantener una o ir a las urnas para recuperarla si las cosas salen mal. Tras la reforma, el Reino Unido puede tener primeros ministros en minoría, pero además puede incluso tener a ejecutivos que sigan en el cargo en contra de su propia voluntad. El país tiene ahora mismo un parlamento incapaz de tomar decisiones, y un primer ministro incapaz de imponerlas.
El tercer cambio fue el más obvio y notorio, el que inicio todo el problema: el referéndum. Las democracias parlamentarias son en general bastante reacias a resolver cosas a golpe de plebiscito, ya que tienden a llevarse bastante mal con la estructura básica de la primacía legislativa y el sistema representativo en general. Un sistema basado en consultas populares puede funcionar, pero uno debe estructurar todo el sistema institucional alrededor de ellas para que no se rompa nada (léase, ser Suiza) y sólo convocar referéndums en base de propuestas concretas, no preguntas con respuestas ambiguos o sin definir.
Las elecciones no son la solución
Obviamente, el referéndum del Brexit vulneraba por completo todos estos consejos. En un sistema político sin separación de poderes donde el Parlamento tiene una primacía institucional absoluta, un referéndum impone a los legisladores una decisión que carecía de mayoría en la Cámara. La respuesta que recibió el apoyo mayoritario carecía además de cualquier clase de detalle, así que no sólo el Parlamento debía negociar algo que no quería, sino que además lo debía hacer sin manual de instrucciones. Convocar elecciones no solucionó el problema en absoluto, ya que el mandato del referéndum es totalmente contrapuesto a la representatividad parlamentaria. Los diputados son escogidos para que decidan en multitud de temas, y la mayoría generada por los votantes para decidir sobre ellos puede que sea contradictoria con la mayoría de los votantes que querían abandonar la UE.
La combinación de estos tres cambios no ha provocado la división política en el Reino Unido, pero la ha hecho institucionalmente irresoluble. El Brexit no acabó con el sistema parlamentario de Westminster; el abandono progresivo de tres componentes fundamentales de este sistema es lo que han hecho que un conflicto político manejable se convierta en una crisis institucional sin final aparente.