Siempre fue divertida la cabalgata de los Reyes Magos. Estaba pensada para la infancia vista con los ojos de los adultos, pero conforme los mayores se fueron haciendo retorcidos los Magos se travistieron. De una fiesta se transformó en algo impredecible y le dieron una trascendencia simbólica. Aparecieron las figuras mediáticas y políticas. A los niños se la traía al pairo siempre que cumplieran con alguno de sus sueños. Igual que los trenes eléctricos de juguete, que nunca se acababan de montar porque ni había habitación donde instalarlos ni paciencia para acabarlos de completar. ¿Adónde habrán ido a parar los trenes eléctricos? A los anticuarios, quizá.
Un Rey blanco, otro amarillo y hasta un negro, sin problemas raciales, conformaban una ingenua escenografía, porque entonces no había chinos ni negros en nuestra sociedad y bastaba disfrazarlos. Nada tenía trascendencia salvo colmar una tarde ilusionada que empezaba con una epístola torpe y sin caligrafía, la Carta a los Reyes Magos; probablemente el texto más veces escrito y corregido de la historia de la humanidad letrada. Hay que empezar por ahí para llegar a las performans contemporáneas. ¡Quién carajo escribe cartas hoy! ¿Y qué decir del valor emblemático del carbón como castigo? Si no fuera porque el mercado -económico y político- no está dispuesto a dejarse distraer, los Reyes Magos vendrían en una aplicación de móvil.
Este apunte para nada melancólico no es producto de la memoria sino de alguien que acaba de morir a la edad bíblica de 100 años. Jimmy Carter falleció el domingo en Plains (Georgia) y merecería bastante más que una necrológica al uso; una gran personalidad en medio de una sarta de mediocridades presidenciales, entre Gerald Ford y Ronald Reagan, que llegó a actor político desde una desechable carrera cinematográfica. Solemos referirnos a él como “la Era Reagan”, en la conciencia de sus limitaciones intelectuales y la potencia de quienes le auparon.
Un Rey blanco, otro amarillo y hasta un negro, sin problemas raciales, conformaban una ingenua escenografía, porque entonces no había chinos ni negros en nuestra sociedad y bastaba disfrazarlos
Lo singular de Jimmy Carter está en que su personalidad nos confunde. Quizá sea esa la razón por la que acumuló tal cantidad de descalificaciones. Basta con las tres más jaleadas: ingenuo, débil e incompetente. En una época donde a la gente le atraen los liderazgos procaces, arrebatados e implacables, un tipo como él queda descartado. Lo tiene todo para no ofrecer el perfil del estadista, como si su destino estuviera marcado por algo tan extravagante como tratar de ser fiel a sus principios. ¡Qué demonios importa que no coincidamos en creencias ni procedimientos para poder decir que estamos ante una de las figuras más atractivas de la política norteamericana!
Lo tenía todo para no triunfar en un medio tan competitivo y mediatizado como la carrera a la Casa Blanca. Había nacido en Plains (Georgia), en una familia dedicada a uno de los cultivos agrícolas más ironizados y rentables de la tierra: el cacahuete. En Plains se casó con una vecina y en Plains morirían ambos. Eran adventistas, pero no precisamente como los 17.000 líderes evangélicos que rodearon a Nicolás Maduro en vísperas electorales, todos venezolanos, que le proclamaron “gran defensor de la familia” bolivariana. Crecer, vivir y prosperar en un estado como el de Georgia tiene que constituir un reto para un integracionista blanco. Consiguió superar el boicot y las denuncias de la corporación de industriales de Plains por negarse a formar parte de aquel grupo asentado de racistas en 1950, y veinticinco años más tarde se presentó a la presidencia. La sociedad venía hastiada y asustada, con su parte de rubor ajeno, tras la Nixoniada. Tan harta estaba que eligió a su antítesis, el hombre de Plains, con garantía de no hacer trampas y una voluntad rigurosa.
Nixon dimitió encharcado en su propio fango; un rasgo institucional, el de dimitir, que ya no se usa, digámoslo en su descargo y en el de una sociedad entonces sensible. Colocaron a Gerald Ford a modo de compresa que disimulara el flujo, y la gente eligió a aquel caballero de Plains. Jimmy Carter, presidente número 39 de los EEUU (1976), cuando el mundo amenazaba tormentas manejables. En un imperio la política exterior condiciona de tal modo la política doméstica que no se sabe dónde están los límites de cada una, si es que los hay. Un adventista convicto, a contracorriente y voluntarioso. De poco sirvieron sus años con incrementos de 8 millones de puestos de trabajo y la reducción del déficit. Llegó la subida de los tipos de interés, la inflación y el fantasma de la recesión. En 1980 estaba acabado como presidente.
La caída del Sha de Irán y la llegada de Jomeini, con el asalto a la embajada norteamericana en Teheran y la toma de rehenes, marcó el punto más bajo de su caída en el descrédito. Por si fuera poco, la Operación de Rescate de los secuestrados se tradujo en un fiasco sangriento; las imágenes de los soldados norteamericanos muertos en el asalto le pusieron en la picota. Pareció una alucinación que recordaba la embajada de Saigón y la derrota en Vietnam; aún no se tenían las experiencias traumáticas de la derrota en Afganistán o los desastres de las intervenciones en Irak; por entonces los soviéticos habían invadido Afganistán e Irak se precipitaba hacia la incertidumbre.
Quedaron opacados los éxitos de los acuerdos de Camp David (1978), que permitieron las relaciones entre Israel y Egipto. Firmó dignamente el compromiso de entregar el Canal de Panamá el 1 de enero de 2000 y supo tratar a la Rusia soviética con el equilibrio de sus convicciones: una reducción de las armas nucleares ( Salt-II) y la negativa a blanquear la nomenclatura dictatorial rechazando su participación en los Juegos Olímpicos de Moscú (1980). En la República Dominicana, una gran empresa norteamericana, no le fue fácil retirar a Joaquín Balaguer del apoyo que heredaba desde Trujillo, Leónidas, rompiendo la tradición de poner a “nuestros hijos de puta” -lenguaje de un viejo presidente de los EEUU- y dar el poder a quien ganó en unas elecciones democráticas. Tampoco lo fue retirar al golpista Hugo Banzer en Bolivia y restablecer las urnas.
Agua pasada. Lo que rompió todos los esquemas es que promoviera una Fundación con su nombre en defensa de la libertad y los derechos humanos, consagrándose como “el mejor expresidente de los EEUU”, premio Nobel de la Paz en 2002. Derrochando audacias, voluntades y manipulaciones varias, alcanzó la paz centenaria. Se equivocó tanto y acertó mucho, pero ostentaba la categoría de un Rey Mago que ya no podrá desfilar en nuestra angustiante cabalgata. No merece el silencio.
fede_merino
04/01/2025 00:43
Sí, Morán, las cosas han cambiado mucho: antes se pintaba de negro a uno de los blancos que hacían de Reyes Magos; ahora se pinta de blanco a dos de los negros que hacen de ídem. En cuanto a Carter, como dicen los americanos en esos casos: peanuts.
berenguer
04/01/2025 21:41
Un gran y necesario artículo.