Las arrasadoras victorias electorales de Donald Trump en Estados Unidos y de Javier Milei en Argentina contra todo pronóstico han suscitado la sorpresa, la incredulidad y la indignación de numerosos analistas bienpensantes. ¿Cómo puede ser que unos tipos excéntricos, provocadores, heterodoxos y verbalmente tan agresivos que osan enfrentarse sin complejos a los planteamientos políticamente correctos en cuestiones tan sensibles como la ideología de género, el cambio climático, el indigenismo, el revisionismo histórico o el estado del bienestar, hayan obtenido claras mayorías en las urnas frente a candidatos continuistas y perfectamente adaptados a las exigencias del progresismo posmoderno? Y, en España, ¿qué explicación puede haber al fenómeno, tan inquietante para el establishment, del notable repunte de Vox en las encuestas recientes, que le auguran en caso de convocatoria de elecciones generales hoy un resultado superior incluso al mejor de su todavía corta trayectoria? ¿No estaba en franco declive? ¿A qué viene este cambio ascendente de tendencia? ¿Qué decir en este contexto del éxito arrollador de Nayib Bukele en El Salvador o del evidente corrimiento a la derecha dura de los votantes en comicios regionales, europeos o nacionales en el último año en Europa?
Es comprensible el desconcierto de la pléyade de intelectuales y comentaristas televisivos que viven confortablemente instalados en el pesebre del erario repitiendo cual papagayos dóciles los lugares comunes del pensamiento débil en lo que se ha llamado ingeniosamente la opinión sincronizada, ante esta “rebelión de las masas”, millones de ciudadanos que de repente parecen despertar del letargo de subvenciones, creación de enemigos imaginarios, revanchismo étnico, multiculturalismo divisivo, pacifismo indulgente y halago permanente alimentado por impuestos desaforados en el que la izquierda los mantiene en sopor hipnótico para manejarlos a su antojo. Por supuesto, este regreso súbito a la vigilia no garantiza el acierto de los sublevados en sus decisiones, pero sí revela un hartazgo y una irritación que los partidos convencionales de centro-derecha y, en particular en nuestros lares, el Partido Popular, harían muy mal en ignorar.
Milei hará objeto de sanción penal a aquellos gobernantes o funcionarios que creen dinero o emitan deuda pública con el fin de enjuagar la diferencia entre ingresos y gastos de la hacienda estatal, regional o municipal
Un ejemplo, señalado complacidamente en estos días por Jesús Huerta de Soto, sirve para ilustrar este novedosa tendencia social en determinados países occidentales. Los gobiernos democráticos, tanto en Europa como al otro lado del Atlántico, hace tiempo que perdieron “el santo temor al déficit” del que hablaba Echegaray y contra el que nos alertaron ya los doctos padres de nuestra Escuela de Salamanca. Perdido ese respeto, se dedican alegremente a alimentarlo para satisfacer a sus clientelas electorales, crear empleo a mansalva en las distintas administraciones o dar curso a sus obsesiones ideológicas. Las reglas y procedimientos que en la Unión Europea ponen límites al desequilibrio presupuestario de los Estados Miembros, a su endeudamiento y a la inflación, se incumplen sistemáticamente y siempre se encuentra una buena excusa para ello, crisis financiera, pandemia, guerra de Ucrania o lo que venga al caso y si no hay pretexto se lo inventan, la cuestión es hacer whatever it takes como sentenció Mario Draghi en célebre ocasión. Pues bien, rompiendo con este mal y universalmente consentido hábito, Javier Milei ha anunciado una reforma legislativa en Argentina que declarará como delito severamente castigado la monetización del déficit, es decir, que hará objeto de sanción penal a aquellos gobernantes o funcionarios que creen dinero o emitan deuda pública con el fin de enjuagar la diferencia entre ingresos y gastos de la hacienda estatal, regional o municipal. Tanto recaudas, tanto gastas, pero no más, viene a ser la norma que el presidente argentino se propone implantar. Son conocidos los muchos males que genera el dispendio público incontinente, entre otros la perversión del mecanismo democrático de control de las cuentas por parte de los representados, la aparición de grupos sociales cautivos del poder al ser comprados con dádivas que costea el resto de la sociedad, la inflación desatada que es el peor impuesto a los más pobres, la asignación de precios artificialmente altos a ciertos activos financieros, la manipulación de los tipos de interés alterando peligrosamente el precio del dinero, uno de los parámetros clave para un correcto y eficiente funcionamiento del mercado y así sucesivamente. Veamos un caso paradigmático: si el gobierno procede a un aumento de las pensiones en un sistema de reparto en una cantidad superior a la que suministran las cuotas establecidas a empresarios y trabajadores y este incremento lo financia mediante la emisión de deuda o dándole a la máquina de imprimir billetes obliga a generaciones futuras a cargar con este lastre, produce una inflación que antes o después se comerá el demagógico regalo y da pan ahora para imponer hambre después. Sin embargo, lo que perciben el incauto pensionista y su familia es que un Ejecutivo rumboso y benévolo les beneficia para que tengan una vida mejor sin advertir que les han tendido una trampa abusando de su ingenuidad y de su desconocimiento del funcionamiento real de la economía. Los argentinos, que han padecido en sus carnes desde la llegada a la Casa Rosada del infausto Juan Domingo Perón la transformación de uno de los países más prósperos del mundo en una pesadilla de desempleo, hiperinflación, corralitos, empobrecimiento, trituración de las clases medias y corrupción, han reaccionado por fin y se han echado en brazos de un señor que llama a las cosas por su nombre y que está dispuesto, asumiendo los riesgos que sean requeridos y llamando a los argentinos a aceptar los sacrificios que sean necesarios, a liquidar un tinglado ruinoso y podrido para devolver a la Argentina las oportunidades que décadas de colectivismo repartidor de miseria y de saqueo descarado de la riqueza nacional le han ido arrebatando hasta arrastrarla al colapso final.
Un statu quo paralizante
En España también somos víctimas de esta lacra y sólo hay que contemplar la evolución de la deuda pública desde la Transición hasta la actualidad para que se le pongan a uno los pelos de punta. Otro mantra patético que seguimos oyendo día tras día y que despierta el rechazo colérico de un gran número de españoles es el que proclama que el Estado de las Autonomías ha sido un éxito cuando su fracaso es una evidencia clamoroso cuya negación obstinada sólo prolonga los nefastos efectos de su ineficiencia y despilfarro y retrasa peligrosamente su rectificación. Proliferan, pues, los signos de que ha llegado el momento de la disrupción que sacuda un statu quo paralizante y debilitador cuyo derrumbe no sabemos si será para bien o para mal, pero que se prefigura como inevitable.