En la iglesia de Santa Marina no cabía un alma. Y no es una capillita pequeña ni mucho menos, es un iglesión del Barroco. Pero no se podía entrar: hubo gente, mucha gente, que se quedó fuera porque no cabía. Yo no he visto eso, allí, en toda mi vida.
En las tres gradas que llevan al altar no había nadie. O sí. Estaban sobre el suelo, cuidadosamente alineadas, las carpetas con las partituras. Y las becas. Todas verdes, pero de verdes distintos; unos más desvaídos, otros más intensos, más oscuros o más claros: fueron veintidós años y eso cambia mucho los colores. Las becas de fieltro, que cruzábamos sobre el pecho, todas con el escudo de la Universidad de León. Y lo mismo: unos escudos con corona real, otros sin ella; unos plateados, otros blancuzcos nada más. Dependía de la época. Lo único que igualaba a todas las becas, o a casi todas, eran los agujeros de las polillas.
Con la iglesia de bote en bote, Samuel Rubio caminó hasta el final del pasillo central y, de espaldas a las gradas vacías, de cara al gentío, entonó él solo la primera frase de la bellísima antífona gregoriana del Pueri hebraeorum; quienes de ustedes tengan Spotify pueden escucharla aquí.
Y entonces se produjo el milagro. Desde el público, apretados todos como sardinas, unas voces lejanas contestaron: Vestimenta prosternebant in via… Inmediatamente, desde otro rincón, más voces se les unieron: Et clamabant dicentes… Y más voces: Hosanna, filio David… Desde todos los rincones del templo, grupitos de personas ya mayores, hombres y mujeres, se abrían paso como podían, quizá a empujones, sin dejar de cantar. Fueron llegando a las gradas del altar y se colocaron cada uno en su sitio, alineados. Y cuando concluyó la música hicieron una cosa: abrazarse unos a otros. El templo se venía abajo con la emoción. Porque allí estaba, veinte años después, el Coro Universitario de León. Mi coro.
Donde hace tanto tiempo hubo juventud y lozanía, ahora había calvas, michelines, canas por todas partes, barrigotas, gafas de présbite y kilómetros de arrugas, lo mismo en ellos que en ellas
Dirán ustedes que esta es un a historia personal que no le interesa a nadie, que yo tendría que estar hablando de Irene Montero o del asunto ese del “solo sí es sí”. Pues lo siento, hoy no puedo. Hoy no soy capaz de contarles más que esto que me ha ensopado el alma y que me ha atascado la garganta. Mi coro. El abrazo tenía una explicación lógica: cuando los amigos se reencuentran después de veinte años, lo que hacen es abrazarse. Fue lo que hicieron todos. ¿Eran los mismos? Sin duda esa era su voluntad.
Pero donde hace tanto tiempo hubo juventud y lozanía, ahora había calvas, michelines, canas por todas partes, barrigotas, gafas de présbite y kilómetros de arrugas, lo mismo en ellos que en ellas. Todo eso es verdad. Sin embargo, había cosas que permanecían intactas. Las sonrisas. La concentración, el entusiasmo por la música. El cariño inextinguible por nuestro director, Samuel, Donsa (por “don Samuel”; es que es canónigo y así le llaman las beatas). Ah, y las voces. Impresionantes. Musicalmente, aquel fue uno de los mejores conciertos que dio mi coro en toda su historia.
Eso era lo que reunió allí a todos: la historia. Los cuarenta años, que ahora se cumplen, del día en que un cura de dos metros de alto, magnético y un poco loco, organista de la catedral, se puso de acuerdo con la universidad (que también estaba recién estrenada) y empezó a enredar para formar un coro de universitarios. La idea de Samuel Rubio prendió rápidamente. Lo sé bien porque yo estaba allí. Empezamos a ensayar todos los días, ¡todos los días a las tres de la tarde!, en la antigua Facultad de Veterinaria, repartidos por las aulas.
Nunca tuvimos siquiera un piano. Tardamos en disponer de gradas de madera transportables. El ensayo conjunto se celebraba en un salón grande; Samuel se subía en un banco de madera, para que le viésemos bien, y empezaba a bracear como un desesperado. Para acostumbrarnos a medir bien, marcaba el ritmo con el pie; partió, que yo recuerde, tres bancos a patada limpia.
Pero Samuel creó el que sin duda fue el mejor instrumento musical que ha visto la ciudad de León desde los tiempos de los visigodos, seguido a muy corta distancia por la Schola Cantorum de la catedral… que también dirigía él. Éramos muy buenos, caramba, muy buenos. Una partida de gamberros de muchísimo cuidado, también eso es cierto, pero éramos jóvenes, estábamos repletos de hormonas y de energía vital, y Donsa supo inyectarnos su infinito amor por la música.
El Coro Universitario ha sido la gran obra, junto con el también desaparecido Festival de Órgano “Catedral de León”, de este hombre excepcional que acaba de cumplir setenta y… muchos años. Mi coro llevó el nombre de la Universidad, y el de la misma ciudad, por toda España y por toda Europa. Mucha gente, en muchos países, se enteró de que en España había una pequeña ciudad que se llamaba León gracias a los conciertos del coro. De mi coro. Del coro de mi corazón, que ha vuelto a cantar hace unos días.
Daba patadas en el suelo y protestaba como en los viejos tiempos: “¡Pero qué tenéis que hablar ahora los tenores, caramba, qué tenéis que hablar, que estamos en mitad del ensayo!”
Samuel Rubio nos cambió la vida. Para siempre. No habrá años en la existencia de ninguno de nosotros (y fuimos, en dos décadas, muchos cientos) para agradecerle como se merece lo que nos hizo vivir, lo que nos hizo sentir, aprender y vibrar. Me dice mi hermano Óscar (tres de los cinco hermanos Algorri llegamos a cantar juntos en el coro; a ver quién supera eso) que el gran Donsa, azotado por las envidias, las putadas y la mediocridad de mucha gente más que por la edad, andaba últimamente medio viejo, encorvado y triste.
Pero que cuando empezaron los ensayos para este inmenso concierto de los cuarenta años, y se plantó delante de los veteranos, se irguió como una torre, le volvieron a brillar los ojos, se quitó tres décadas de encima de un manotazo y dijo: “Este es el coro”. Diez minutos después era el de siempre: movía los brazos delante de todos como las aspas de un molino, daba patadas en el suelo y protestaba como en los viejos tiempos: “¡Pero qué tenéis que hablar ahora los tenores, caramba, qué tenéis que hablar, que estamos en mitad del ensayo!”.
Aquel milagro duró 22 años. Parece mucho, pero para mí no lo es. Nunca he sabido por qué se deshizo el Coro Universitario de León. La Universidad, que en esta ocasión del 40 aniversario ha estado brillantísima, generosa y animosa, no siempre estuvo dirigida por gente inteligente, preparada y con altura de miras. Una vez, en una comida, conocí a un tipo (daba clase de Derecho) cuyo nombre prefiero no mencionar y que presumía, entre risotadas de que él “se había cargado el coro”. Me dieron ganas de romperle la cara, pero estaba mi padre delante y me contuve. De todos modos, era un farol, una mentira estúpida. La bravuconada de un mentecato.
Lo que seguramente pasó fue que la sociedad cambió. La gente joven, también. Se fue secando el río del relevo generacional. Se apuntaba menos gente, sobre todo varones. Y los que llegaban eran ya otra cosa: exigían comodidades, viajes en avión, cuando nosotros cargábamos con las pesadas tablas de las gradas y recorrimos toda Europa haciendo el gamberro en la parte de atrás de los autobuses. Hasta una procesión semanasantera, con su paso y todo, llegamos a hacer por el pasillo del bus de la empresa Castromocho, muertos de la risa, cuando veníamos de cantar celestialmente el Requiem de Mozart en el Algarve portugués.
No sé. Quizá a los jóvenes estudiantes de hace veinte años ya les interesaba más meter la nariz en el móvil que emocionarse cantando a Victoria, a Bach, a Bruckner o a Dvorák. Pues peor para ellos. Lo malo es que peor para todos también.
Antiguos miembros del coro, que no se habían atrevido a cantar y que escuchaban entre el público a lágrima viva, saltaron de los bancos, echaron a correr por el pasillo y se añadieron al cántico
El éxito fue de tales dimensiones que el del otro día, sábado 19 de noviembre, no será el último concierto de mi coro. Por más viejos que estemos. Ya se está ensayando para cantar el Gloria de Vivaldi.
Ah, pero el otro día, al final del concierto, cuando los que cantaban la emprendieron con el célebre Psallite!, de Praetorius, y por último con el himno universitario, Gaudeamus igitur, muchos antiguos miembros del coro, que no se habían atrevido a cantar y que escuchaban entre el público a lágrima viva, saltaron de los bancos, echaron a correr por el pasillo y se añadieron al cántico; muchos llevaban la célebre beca verde. Yo no sé cómo Samuel, que es un sentimental, pudo soportarlo. Estaba en lo más alto de su gloria. Eso desquijara al más pintado.
¿Saben? El éxito fue de tales dimensiones que el del otro día, sábado 19 de noviembre, no será el último concierto de mi coro. Por más viejos que estemos. Ya se está ensayando para cantar el Gloria de Vivaldi. Y ahí sí que estaré yo, que esta vez no fui. Es verdad que mi salud no es buena y que mi voz ya es una reverenda birria. Pero la verdadera razón fue que no me atreví a volver a un lugar y a un tiempo en el que fui tan, tan feliz. Me equivoqué.
Disculpen ustedes este desahogo personal: no he sido capaz de evitarlo. La semana que viene volveremos a las mediocridades cotidianas, que si la ministra, que si Sánchez, todo ese latazo. Pero lo importante, lo que hace la vida, no es todo eso sino cosas como esta que les he contado hoy. Apúntense a un coro, caramba. No se imaginan lo que les espera, aunque no les dirija Samuel. El mío podría resucitar. Cosas más difíciles se han visto.
emendez
Buenos días. Si vives en la zona oeste de Madrid y quieres experimentar la alegría y recompensa de cantar en un coro, os recomiendo el Coro Góspel de la Escuela de Música de Boadilla del Monte. Podéis venir a vernos el 16 de diciembre a las 20:00 en la Iglesia del Cristo de la Misericordia en Boadilla. ¡Animaros! corogospelmunicipalboadilla@gmail.com
Pontevedresa
Sí que nos interesan las vivencias, hartos de tanto disparate del día a día, y me ha encantado su entusiasmo por la música, porque mi experiencia es parecida pero desde el 82 prolongada todavía hoy. Me parece un privilegio haber podido cantar a los grandes, a los clásicos, como vds. ensayan ahora uno de los Glorias de Vivaldi, y el Aleluya de Haendel o el Ave Verum de Mozart, en un segundo coro las mas modestas obras de la música sudamericana que nos ha acompañado a lo largo de nuestra vida sentimental. Entiendo su añoranza y su entusiasmo y me ha encantado leerle.
Wesly
Mientras Pedro Sánchez sigue impertérrito su avance hacia un régimen totalitario en el que todas las instituciones teóricamente independientes del Estado estén controladas por sus peones más sectarios y obedientes, Ud. nos habla de su coro. Queda claro que su cometido es distraernos con minucias para que no nos demos cuenta de lo que está pasando, que es gravísimo. Ud. es un peón más al servicio del autócrata.