Los países occidentales ven desbordadas sus fronteras por inmigraciones masivas. Como advirtió Samuel P. Huntington hace ya un cuarto de siglo, choque de civilizaciones y reconfiguración del orden mundial son términos que expresan sintéticamente la complejidad del poliédrico problema que tenemos delante. La fuerte presión migratoria de estos días sobre Polonia desde Bielorrusia; y sobre Canarias, Ceuta y Melilla -antes fronteras de España que de la Unión Europea-, ponen de manifiesto un grave problema que no es posible ignorar. Así lo confirman las declaraciones del Jefe del Ejército británico en relación con el alto “riesgo” de confrontación bélica entre Occidente y Rusia y la retirada por parte de este país de su embajada ante la OTAN.
Ciertamente, las migraciones humanas no son un fenómeno nuevo. La historia del homo sapiens sapiens es también la historia de las migraciones. Arqueólogos y antropólogos coinciden en datar las primeras migraciones hacia el 250.000 antes de Jesucristo, localizando su origen en África, en lo que hoy es Tanzania. Parece que desde allí, con lentitud multisecular, partieron hacia el Este, cruzando el Oriente Medio, hasta alcanzar las fértiles tierras de Mesopotamia. Y desde allí continuaron luego, siguiendo las costas del Mediterráneo Oriental y Occidental, hasta llegar a nuestra Península, en torno al 40.000 antes de nuestra Era. De modo que, según esta tesis, nosotros somos africanos. Quién lo diría, preocupados, como estamos, ante la actual “invasión” subsahariana. No menos lenta fue la corriente migratoria que, con el mismo origen, partió hacia Oceanía y el Extremo Oriente, pudiendo señalarse su llegada al Continente insular australiano en torno al 50.000 antes de nuestra Era (J.R. Juliá et alt. Atlas de Historia Universal, I, 2000). ¿Ha de extrañar, pues, la afirmación del genetista Cavalli-Sforza acerca de la inexistencia de razas? (Genes, pueblos y lenguas, 1996). Pero no es lo etnológico lo más relevante.
Por lo que a nosotros respecta, conviene recordar que el conglomerado demográfico estudiado por Caro Baroja en Los pueblos de España (1946), del cual procedemos los descendientes de Thubal, “[…] quinto fijo de Japhet, donde vinieron los españoles”, al fantasioso decir de la Crónica General de España que mandó componer Don Alfonso El Sabio; que sobre aquel mosaico de pueblos, repito, subsumible en los dos más amplios, celta e ibero -luego celtíbero- de nuestras viejas enciclopedias escolares, sobrevinieron griegos y romanos, visigodos y bizantinos. Las invasiones musulmanas llegaron después para quedarse entre nosotros unos cuantos siglos, en permanente conflicto.
Ni el hecho de las migraciones es nuevo, ni los problemas que suscita, ni los intentos de encauzarlos, son cosa de nuestro tiempo
Mas si la noticia de las remotas migraciones nos sorprende merced a la información que suministran la arqueología, la paleología, la antropología o la genética, no menos sorprendente resulta la temprana aparición de instituciones destinadas a la ordenación de los movimientos migratorios, ya en tiempos históricos. Así, el Tratado de Qadesh (II milenio a. C), establecido entre los pueblos del espacio geográfico hoy ocupado por Turquía, Siria, Israel, Palestina, Líbano, Jordania, Iraq, Irán y Egipto. En él se preveían figuras tan actuales como el asilo territorial, los refugiados políticos, la devolución de migrantes, la cooperación transfronteriza o la extradición de delincuentes (Víctor M, Sánchez, Migraciones, refugiados y amnistía, 2016). Cabe pues concluir que, en efecto, ni el hecho de las migraciones es nuevo, ni los problemas que suscita, ni los intentos de encauzarlos, son cosa de nuestro tiempo. Tensiones producidas por la inadecuación entre población y recursos locales; guerras; pueblos sometidos y expansión de ciertos movimientos religiosos son factores que explican las migraciones del pasado.
La ingente presión migratoria ejercida desde Bielorrusia sobre la frontera polaca está formada por sirios, iraquíes, yemeníes y por otros pueblos procedentes de Oriente Medio
En cuanto a las actuales, hay que añadir a los anteriores factores las consecuencias de las descolonizaciones efectuadas a partir de 1945 en África y en Oriente Medio y Extremo. Así, la proliferación de regímenes políticos sostenidos por las antiguas potencias colonizadoras para continuar la explotación de sus riquezas naturales; la difusión de las doctrinas marxistas como fermento de los movimientos emancipadores; el envejecimiento demográfico de los países desarrollados y el exceso de población en los descolonizados; el diferente nivel de vida entre territorios diversos; y, en fin, las consecuencias de la globalización y del globalismo - que es cosa distinta-, promovido éste por oscuros intereses e ideologías. El globalismo, he aquí un fenómeno específico de nuestro tiempo que dota a las migraciones actuales de un cariz sin precedentes, por su trasfondo de intereses económicos supranacionales, por el inmoral lucro de las mafias que lo facilitan y fomentan, y por su clara intención disolvente de soberanías y culturas nacionales. Por eso me parece adecuada para ellas la denominación de “neoinmigraciones”. Conviene reparar en un dato: la ingente presión migratoria ejercida desde Bielorrusia sobre la frontera polaca está formada por sirios, iraquíes, yemeníes y por otros pueblos procedentes de Oriente Medio, que nada tienen que ver con la tierra propia de los bielorrusos.
Algunos datos. Si en 1981 la población extranjera residente en España (198.041 personas) representaba el 0,52% de la población total, en enero de 2021 alcanzó la cifra de 5.375.917 (11,34% del conjunto de dicha población). Huntington fija en el 10% el umbral a partir del cual se despliegan los problemas derivados de la inmigración (Choque de civilizaciones, 1993). En 2015, nuestro país duplicaba ampliamente la tasa media de residentes extranjeros en EUR-27, que era del 4,% (máximo, Luxemburgo: 44,5%; mínimo, Polonia: 0,2%). En 2021, el mayor contingente de residentes extranjeros en nuestro país corresponde a los marroquíes (1.898.749, esto es, el 35,2% del total), seguidos por los rumanos (658.773, es decir, el 12,3% del conjunto). Los censados de origen hispanoamericano (o españoles de América, como prefiere decir Marcelo Gullo para diferenciarlos de nosotros, los españoles de Europa), son 1.279,700. De modo que este colectivo, el más fácilmente integrable por obvias razones culturales, representaba tan sólo el 23,8% del total en dicho año (5.375.917 personas). No es ocioso recordar que la inmigración musulmana, según ha destacado G. Sartori (2002) y ejemplificado profusamente S. Fanjul, es la más difícilmente integrable, por mor de la saría y de los preceptos coránicos, incompatibles con la cultura y los ordenamientos jurídicos de Occidente.
En cuanto a la discutida relación entre inmigración y delincuencia, lo cierto es que según datos del INE, en 2020, el 28,1% de la población reclusa en España era extranjera; y según el Sindicato Unificado de Policía (SUP), entre el 15 y el 20% de los inmigrantes menores no acompañados (menas) “delinquen de forma continuada”. Por otra parte, si bien el 72% del total de delitos cometidos en nuestro país a principios de 2020, lo fue por españoles, el resto (el 28%) lo fue por no nacionales. Ciertamente, la ratio delitos/nacionalidad resulta así claramente favorable a los extranjeros; es decir, el 11,34% de la población total, la extranjera, protagonizó 3 veces más delitos que la autóctona.
Deficiente integración
Además, un reciente estudio sobre 11 países de la UE muestra la deficiente integración de nuestros inmigrantes. Si, con arreglo a indicadores significativos, consideramos la igualdad absoluta como la máxima integración entre inmigrantes y autóctonos, asignándole el valor 0, y la mayor desigualdad (mínima integración) con el valor 10, a España corresponde un 5´2 (máximo, Portugal: 3,9; mínimo, Grecia: 6,9). En consecuencia, España experimenta un intenso y acelerado flujo inmigratorio de inadecuada composición y deficientemente integrado (C. Fernández et alt., Funcas, 2019).
Huelga insistir en los beneficiosos efectos que la inmigración bien ordenada (lo que equivaldría a decir, legal) puede tener sobre la sostenibilidad de algunos aspectos de nuestro Estado de bienestar (del sistema de pensiones, por ejemplo), así como en el deterioro de otros (sanidad, educación, servicios sociales y un mercado laboral que muestra un nivel de paro equivalente al 40% de la población activa). Pero de lo que no cabe duda es de la necesidad de instrumentar una ordenación justa y racional de la cuestión, a la que debería responder la legislación sobre extranjería.
Tres puntos determinan un plano, postulaba Euclides. Y toda política migratoria debería ser diseñada también en el plano definido por tres principios. Primero, el relativo al destino universal de los bienes: Dios creó el mundo y al hombre, y ha dado a este la tierra para que la domine con su trabajo y goce de sus frutos (Gen. 1, 28-29). Todos los demás derechos (propiedad, comercio libre, etc.) están racionalmente subordinados a este principio (Pablo VI, Populorum progresio), pues se trata de un derecho natural originario y prioritario (Pio XII, Radiomensaje, 1941). Segundo, de acuerdo con la tradición cristiana y la DSI el derecho de propiedad debe entenderse inscrito en el anterior contexto, ampliable a los conocimientos científicos y técnicos que permitan a todos participar del progreso económico y social. Este derecho incluye, desde luego, la preservación de la identidad cultural de las poblaciones autóctonas, así como el del dominio de sus bienes legítimamente adquiridos. Y tercero, la consecución del bien común, derivado del “[…] conjunto de condiciones de la vida social que hagan posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y fácil de la propia perfección” (GS, 26).
Ni que decir tiene que un arbitrio más justo y menos conflictivo, tanto para los países impulsores de las migraciones como para los receptores de las mismas, debería pasar por una decidida ayuda al desarrollo de éstos últimos. ¿Dónde ha quedado aquel compromiso internacional suscrito hace ya medio siglo, en virtud del cual los países firmantes se comprometieron a aportar anualmente el 0´7 % de su PNB –suma no demasiado generosa e insuficiente, desde luego- a los países subdesarrollados? Según la OCDE, en 2019, los países “ricos” tan solo aportaron, como media, el 0´3% de dicha magnitud macroeconómica. Y en el mismo sentido se ha pronunciado Oxfam Intermon en su reciente informe titulado 50 años de promesas incumplidas. En buena medida, no carece de sentido, para unos y otros, la vieja aseveración popular: “cada uno en su casa y Dios en la de todos”. Y esto nada tiene nada que ver con la xenofobia o el egoísmo, sino con el orden racional de las cosas, empezando por la propia seguridad e interés de los migrantes. Porque, entre otras cosas, los primeros beneficiarios de las migraciones bajo una disciplina legal justa, son quienes migran bajo el amparo de la propia ley. Así lo saben y manifiestan ellos mismos.
Resulta expresiva, para concluir, la conocida metáfora de Huntington, el autor de “El choque de Civilizaciones” (2004), sobre la “sopa de tomate”: hay que procurar, decía, que dicha sopa (o país receptor de la inmigración) pueda “enriquecer su gusto” con nuevos ingredientes (los inmigrantes), sin que por ello pierda su “composición primordial”. Así sea, si aún estamos a tiempo.